Los genios también necesitan amigos
Cualquiera puede constatar que los genios son seres excepcionales: hay muy pocos en cada época; incluso hay épocas en los que cuesta encontrar uno. Quizá por eso, la mayoría cree que la genialidad es un fruto extraño que crece aislado. Sin embargo, los genios necesitan amigos (que también sean geniales).
La idea moderna de genio surgió en el Romanticismo, como casi todas las ideas modernas. El genio nació individualista, rebelde, nadando contra la corriente, enfrentando las viejas ideas y anunciando el mundo nuevo. Así lo pensaron Novalis, Hegel, Kant, Hölderlin y Nietzsche. Pero la historia demuestra que los genios jamás se dan aislados, aunque muchos de ellos hayan hecho lo imposible para vivir fuera del mundo.
Hay una escena famosa que sucede en el apogeo del Siglo de Pericles y esa escena muestra muy gráficamente que los genios surgen de a varios. Es el año 416 antes de nuestra Era y en Atenas se estrena Electra, de Eurípides.
Todos los hombres libres de la ciudad deben concurrir obligatoriamente a presenciar las tragedias en competencia: es un rito sagrado en honor a Dioniso. Entre el público que presencia Electra están Platón, Sófocles, Aristófanes y Sócrates.
Otra pléyade parecida se reúne en 1504 en Florencia: Maquiavelo fue encargado por los Medici para dirigir la obra del Salón de la República en el Palazzo Vecchio y contrató a Leonardo y Miguel Angel para que pintaran los murales, ayudados por un gran concierto de artistas debutantes, entre los que estaba Rafael.
Londres en la época de Oscar Wilde, Conan Doyle, Robert Louis Stevenson y Whistler o París en los años de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé también son ejemplos parecidos: los genios se dan en racimo.
Un ambiente cultural estimulante, amistad y genio son una fórmula imbatible.
La vemos repetirse tanto en la Nueva York beatnik, con Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William Burroughs como en la Viena de comienzos del siglo XX, con Freud, Klimt y Schoenberg, y también en la Buenos Aires modernista con Borges, Xul Solar, Roberto Arlt y Oliverio Girondo.
Incluso el huraño Wittgenstein necesitó de la lectura atenta y el apoyo total de Bertrand Russell o de la pelea feroz con Karl Popper para sostener sus ideas. Antes de intentar en vano borrarse del mundo, Samuel Beckett fue secretario de James Joyce, quien tenía una muy agitada vida social en la que Beckett (a pesar suyo) tuvo que participar a pleno y frecuentar a todo el Parnaso de la Europa de entre guerras. Borges no comió con Bioy Casares durante medio siglo porque no tuviera dónde pasar la noche: de esas charlas salieron muchas de las mejores páginas escritas en castellano en los últimos tres siglos.
Sin interlocutores que estén en la misma frecuencia (interlocutores que sólo surgen en un contexto cultural estimulante) una persona, por más brillante que sea, no puede dar ese salto al vacío que transforma a un mero ser humano en un gran artista.
El autor es crítico cultural. @rayovirtual