Los estanques y los días
Londres, fines del invierno de 1990. A veces, uno hace citas sin fechas, sin saberlo y sin conocer con quién. Este es el caso. En aquel remoto 1991, había alquilado una cómoda habitación en la casa de Mrs. Golden, una mujer precisa y hospitalaria que, además, me ofrecía desayuno y comida por una suma muy conveniente.
Los fines de semana me iba de paseo fuera de Londres. Un domingo muy soleado para esa época del año, resolví visitar Kenwood House, en Hampstead Heath, y también los parques y estanques cercanos. Por las fotografías, Kenwood era un palacio campestre que se remontaba al siglo XVII, pero que fue remodelado por Robert Adam en el siglo XVIII. La biblioteca es una de sus obras maestras. En la actualidad, es un museo donde se exhibe el legado de arte de Lord Iveagh. En las guías turísticas, había un dato decisivo: la colección incluía La tañedora de guitarra, de Johannes Vermeer. También se exponía un autorretrato de Rembrandt; y cuadros de Thomas Gainsborough; Joshua Reynolds, George Romney; Anthon van Dyck; Angélica Kauffmann; y Aelbert Cuyp. En el jardín, había esculturas de Henry Moore. El techo de la biblioteca fue pintado por el veneciano Antonio Zucchi, casado con Angelica Kauffmann. El matrimonio y Adam acostumbraban trabajar juntos en las residencias británicas que le encargaban al arquitecto.
Después de recorrer el jardín, me puse en camino hacia los estanques de Hampstead Heath. A pocos kilómetros de Londres, encontré la naturaleza. Me asombró ver la sucesión de espejos de agua, separados por el césped, en los que, eso me asombró aún más, nadaban hombres bastante mayores a pesar del frío. El sol entibiaría el agua, pero no lo suficiente.
Hace una semana, el poeta Sandro Barrella me recomendó con una cálida insistencia que leyera En el estanque (Diario de un nadador), del escritor inglés Al Alvarez. Por suerte, le hice caso.
Alvarez murió en 2019, a los 90 años. Era poeta, crítico literario y ensayista. Sus ensayos abarcan temas tan distintos como el suicidio (El dios salvaje), el póker (Póker. Crónica de un gran juego) y el montañismo (Alimentar a la bestia). Tenía una pasión quizá más fuerte que la literatura: el atletismo, que incluía como actividad favorita escalar cimas difíciles. En 1960, se fracturó una pierna “que nunca quedó del todo bien”; sin embargo, siguió luchando con las montañas durante treinta años más, negando a fuerza de voluntad el dolor y un hecho que, con el tiempo, lo derrotó: se había convertido en un rengo que casi no podía caminar.
Para un hombre como Al Alvarez, la vida no se termina con el montañismo ni se limita a escribir. Dos, tres y hasta cuatro veces por semana se impuso con placer la rutina de ir a nadar al aire libre durante todo el año, también en otoño e invierno. En su diario, anotaba el día, el mes, el año y la temperatura en que lo hacía en los estanques de Hampstead Heath. Llegó a nadar con 0º C; más aún, lo hizo en un pequeño círculo abierto por los salvavidas en el hielo que cubría el estanque. La natación mitigaba casi por completo sus dolores. Todas las anotaciones del diario se parecen, pero sólo para quien no se da el tiempo de apreciar las descripciones del paisaje siempre distinto, de la luz volátil de las estaciones sobre los mismos árboles; de las flores en el agua, de los retratos de los otros nadadores y de las aves. Cada entrada es una joya. Empiezan en marzo de 2002, se espacian poco a poco y terminan en abril de 2011. Alvarez moriría ocho años después.
Los estanques de Al fueron los que me detuve a contemplar en aquel día soleado del invierno de 1990. No lo sabía. Treinta años más tarde, su diario me descubrió la belleza cíclica y la secreta sabiduría de ese lugar.