Los escritores y sus lectores
Tenemos claro, desde que existe una industria editorial, que los libros son una mercancía. ¿Pero lo es también la literatura?
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Lo intuimos desde siempre, pero lo sabemos con certeza desde que Roland Barthes analizó un aviso de detergentes en la década del 50: los anuncios se miran al sesgo, sabiendo que un eslogan nunca es solo un eslogan, que en cada publicidad hay una idea o postulación del mundo. Hoy las redes sociales han logrado difuminar las fronteras entre contenido y publicidad al punto de que todo, incluso las frases que un escritor suelta en una entrevista, pueden acabar convertidas en un anuncio. Así fue cómo días atrás leí la declaración de una autora, publicada por una editorial como ponderación, que me resultó por lo menos sorprendente. No importa el quién sino el qué. Decía: “Mi literatura es orgullosamente comercial. Yo no escribo para el nicho, escribo para que me lean”.
Se podría saludar la frase por su impúdica sinceridad, en un ambiente tan sosegado como el de la literatura argentina, donde los autores suelen evitar las frases altisonantes. Pero no deja de llamar la atención el sintagma “orgullosamente comercial” con el que la escritora subraya el énfasis de su declaración. Sabía de la existencia de la literatura popular, también de la literatura llamada experimental, pero confieso que es la primera vez en mi vida que escucho hablar de literatura comercial.
No conocemos las características de una literatura por el estilo pero intuimos, por definición, cuál es su misión o su destino: el comercio, es decir, el lugar donde se compran y venden las mercancías. Tenemos claro, desde que existe una industria editorial, que los libros son una mercancía. ¿Pero lo es también la literatura? ¿Debería serlo? Supongo que todos los autores esperan que sus libros se lean y, en el mejor de los casos, que además se vendan. Pero estoy seguro de que ninguno de los escritores que admiro deseó nunca que el destino de su obra sea el de convertirse en mercancía, un producto más del mercado como un calefón, un cepillo de dientes, un par de zapatillas.
La declaración sigue. Tiene una segunda parte, no menos interesante. Se menciona un nicho. Un nicho (que es un hueco, algo pequeño) no sabemos conformado por quién, pero al parecer por muy pocos, porque la autora manifiesta el deseo de que la lean (imaginamos, en oposición al nicho, que lo que quiere es que la lean muchos, la mayor cantidad de personas). Muchos conforman un mercado ¿Un mercado de qué? De lectores. Y entendemos entonces que lo que ese mercado de lectores espera, en consecuencia, es una literatura comercial. Pero la frase sigue abriéndose y nos presenta un nuevo problema: ¿qué es un lector? ¿Y un mercado de lectores?
La pregunta acerca de la relación con los lectores es una que todos los escritores deben contestar alguna vez . Se ha respondido cientos de veces, y todavía nadie supo, realmente, qué son “los lectores” y mucho menos qué desean leer. Hay tendencias, claro. Modas, por supuesto. Y existe el marketing y la publicidad. Pero en literatura nadie tiene la fórmula para fabricar éxitos de venta, sencillamente porque de ser así se inventaría uno nuevo todos los días. Por fortuna no se descubrió aún (ni siquiera el algoritmo) qué es lo que hace que una novela o un libro de cuentos sea único, y tampoco por qué cierta cantidad de personas decidirán leerlo en un momento determinado.
La semana pasada Alan Pauls fue entrevistado por Nancy Giampaolo y volvió a aparecer la pregunta sobre los lectores. “Nunca pienso en el lector. Primero porque es una instancia que no interviene en el momento de escribir. Y segundo porque es mucho más lindo que el lector sea algo inesperado”, respondió el autor de El pasado. Una de las mejores frases sobre el asunto fue dicha por Jorge Luis Borges: “Cuando escribo, no pienso nunca en los lectores. Salvo en el sentido de no presentarles dificultades”. La diferencia es que a Borges no lo desvelaba vender más o menos libros. Simplemente quería escribir.
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