Los diarios luminosos
Publicados en un mismo volumen, Diario de un canalla y Burdeos, 1972 son una muestra contundente del tono confesional que dominó los últimos años del uruguayo Mario Levrero
Si, en la actualidad, algún crítico se propusiera ampliar la pionera antología de Ángel Rama, Aquí, cien años de raros (1966), donde se incluían textos de escritores uruguayos ajenos a la línea dominante del realismo y, en general, creadores de una estética original, deudora de lo fantástico o de lo surrealista, pero siempre con aura indefinible (como Isidore Ducasse, Horacio Quiroga, Armonía Somers y Felisberto Hernández), seguramente pensaría en la necesaria incorporación de otro cabal "raro" que ha dado la literatura de la orilla de enfrente: Mario Levrero (1940-2004), pseudónimo literario de Jorge Varlotta.
Autor de textos sumamente heterogéneos, desde novelas y relatos que participan de la ciencia ficción y el policial, hasta largas narraciones autobiográficas y confesionales, además de crucigramas, acertijos, historietas y otras especies, Levrero ha sido redescubierto en los últimos veinte años, primero por la crítica académica, y luego por la crítica cultural y las editoriales, a tal punto que la editorial Mondadori ha reeditado en España casi todos sus títulos. El último de ellos es una conjunción de dos diarios escritos respectivamente en 1986 y 2003, que llevan título doble: Diario de un canalla. Burdeos, 1972.
Los diarios surgen de dos etapas diferentes en la vida de Levrero. Diario de un canalla fue concebido durante unas vacaciones de quince días, entre finales de 1986 y principios de 1987, cuando el montevideano se había mudado a Buenos Aires para integrar, y luego dirigir, revistas de crucigramas. En el marco de un empleo fijo y solucionados sus constantes apremios económicos, Levrero experimentó un auténtico bloqueo de escritor que le impidió concluir su monumental La novela luminosa, recién publicada póstumamente en 2005. Las comodidades y la rutina de quien está acostumbrado a otros ritmos le roban la posibilidad de seguir escribiendo, y de ahí el mote de "canalla" del título: rendido ante la materialidad, Levrero se propone reencontrar en él algo ligado al "espíritu". El tono es confesional y a la vez, reproduce un tironeo con la novela que no fragua, con esa literatura que ya no ejerce:
Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción. Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar pedazos de mí mismo que han quedado adheridos a mesas de operación (iba a escribir: disección), a ciertas mujeres, a ciertas ciudades […]. Lo voy a lograr. No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida.
El segundo diario, Burdeos, 1972, posee las marcas de una enunciación ya más calma, dueña de la apacibilidad de quien se entrega a escribir lo que la memoria involuntaria de la primera vejez trae como fogonazos del pasado. Lejos de un bloqueo, Burdeos, 1972 recupera sus meses de residencia en esa ciudad de Francia junto a un amor de entonces, y logra narrar no ya una improductividad literaria, sino cierta difuminación existencial de quien es incómodamente un extranjero, de quien vive con horror su trasplante cultural, casi como un animal en un hábitat ajeno o, mejor aún, fuera de su jaula. Una de las "formas diurnas del terror" que narra es, justamente, la percepción de su propia transformación: mientras leía Le Monde, confiesa:
me desprendí completamente del español, […] encajé totalmente en el francés y […] mi mente, al abrirse al idioma, se abrió a alguna cosita más, porque de pronto tuve una imperiosa y desesperada necesidad de tirarme por una ventana hacia la calle.
Con todo, a pesar de los diferentes momentos en que fueron escritos, ambos textos comparten el tipo de escritura que obsesionó a Levrero durante la última etapa: la escritura del buceo personal, el registro del diario íntimo que persigue indagar en los pozos ciegos del yo y llevarse consigo, como hallazgo, como premio, el impulso para otra instancia de la escritura. Lo llamativo, no obstante, tanto en estos diarios como en El discurso vacío (2004), es que esta escritura, en principio concebida como ejercicio, termina convirtiéndose en la obra misma.
En un libro colectivo publicado este año sobre la obra de Levrero, el crítico Ezequiel De Rosso acierta en señalar que la reedición de su obra ha coincidido felizmente con una revalorización de las llamadas "escrituras del yo", circunstancia que a todas luces ha permitido un nuevo contexto de recepción para títulos que habían pasado inadvertidos durante tanto tiempo.
Lo cierto es que en la conjunción entre lo coloquial y lo elevado, entre lo neurótico y lo creativo, entre –finalmente– el abatido registro de la realidad inmediata y la reflexión que se despega de esa especie de eterna resaca literaria, Mario Levrero instala su "rara" voz rioplatense en sus libros indefinibles. Acaso la anécdota final de Burdeos, 1972, sirva, con su simple eficacia, como definición de lo que en términos literarios produce su escritura: "–Sos raro como gente", le dice una niña al uruguayo, quien a su vez acota: "Y su frase tuvo una entusiasta aprobación de los demás, y se recordó durante muchos años".
Diario de un canalla. Burdeos, 1972
Mario Levrero
Mondadori
181 páginas
$ 129
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