Los años 20 decidieron el siglo
Fue la década en que se produjo un cambio en la creación y en el gusto de los argentinos. En ese período, el movimiento artístico de vanguardia empezó a imponerse lentamente en el conservador Río de la Plata.
EN los últimos diez años, la década del veinte ha sido uno de los capítulos del arte argentino más estudiado por historiadores y críticos. Algunos de sus protagonistas, como Fernando Fader, Emilio Pettoruti, Norah Borges, Xul Solar y Alfredo Guttero han sido motivo de exposiciones, catálogos y libros con exhaustivos análisis. Los investigadores Patricia Artundo, Rosa Guaycochea de Onofri y Diana Wechsler han propuesto lecturas renovadoras tomando como antecedentes el trabajo de Jorge Bedoya y Noemí Gil, a principios de los setenta, y el de Jorge López Anaya en los ochenta.
La década del veinte es un período en el que todos los elementos relacionados con la producción cultural local se modifican. Como ocurre también con los legendarios años sesenta, no sólo se trata de una época de intensa producción sino de un momento clave para la conformación del campo artístico. Son años en los que se define un nuevo papel para la crítica, tanto en las revistas culturales como en los principales diarios del país; surge un coleccionismo interesado por la producción argentina y por los artistas jóvenes. Lentamente se asegura la expansión de un mercado que, desde el siglo XIX, estaba dominado por la pintura europea, especialmente la francesa, la española y la italiana.
Algunos profesionales de clase media comienzan a comprar en galerías y en talleres cuadros de artistas como Miguel Carlos Victorica, Alfredo Guttero, Víctor Cunsolo y Pedro Figari. Al mismo tiempo, se multiplican los lugares de exposición y se abren salas como la de la Asociación Amigos del Arte, y se afirman galerías ya prestigiosas como Müller y Witcomb. Ciertos artistas de clase media baja y de clase baja muestran un cambio paulatino en el perfil social de los plásticos, al mismo tiempo que aumenta la presión para una distribución más equitativa de los medios económicos que circulan y sostienen el ambiente artístico.
La vuelta al país de las nuevas generaciones que han estudiado en Francia marca un avace de los nuevos lenguajes y la aparición de propuestas relacionadas con las vanguardias históricas europeas.
Simultáneamente, se define el perfil del artista profesional con figuras como Fader, que mantiene un contrato con Federico Müller, que expone regularmente en su galería, que recibe mensualidades para poder trabajar libremente en su taller, que fija los precios de sus cuadros y que insiste en la importancia de expandir el mercado local hacia América Latina y los Estados Unidos. También surgen por aquellos años, en algunas de las principales ciudades del país, importantes salones provinciales y municipales dedicados a las bellas artes. Uno de los ejemplos más notables es el Salón Municipal de la ciudad de Rosario. Los primeros intentos de crear sindicatos de la actividad artística comenzaron ya en 1918 con la fundación de la Sociedad Nacional de Artistas, en la que intervinieron pintores y grabadores como Benito Quinquela Martín, Adolfo Bellocq, Agustín Riganelli, José Arato, Facio Hebequer y Abraham Vigo.
Al mismo tiempo, el carácter conservador de la enseñanza, de la crítica, de las instituciones culturales y de la política gubernamental provoca reacciones constantes que dividen el campo cultural en varias fracciones enfrentadas. La acción combativa de críticos como Atalaya (Alfredo Chiabra Acosta), con sus notas en Bohemia, Alfar, La Campana de Palo y La Protesta, o Cayetano Córdova Iturburu desde el periódico quincenal MartínFierro, marca la aparición de una crítica independiente y el nacimiento de una inquietud artística interesada en la estética contemporánea.
Las tensiones se acumulan con hechos como el Salón sin Jurados y sin Premios (1918), la muestra de los Artistas del Pueblo en el Salón Costa (1920), las exposiciones de Figari y de Ramón Gómez Cornet (1921), y los rechazos en el Salón Nacional de Bellas Artes de obras de Pettoruti, Pablo Curatella Manes, Alfredo Guttero y Raquel Forner, entre otros. Sucesivas camadas de egresados de la Academia de Bellas Artes y otros talleres exponen en forma colectiva e individual y participan en salones. Lino Spilimbergo, Alfredo Bigatti, Sesostris Vitullo, Juan del Prete, Antonio Berni, Fortunato Lacámera, Alfredo Gramajo Gutiérrez, por ejemplo, ya están activos, mientras que otros compañeros de generación estudian en Europa. El viaje a París sigue siendo una meta importante, así como el proyecto de asistir en Europa a los talleres de Othon Friesz, André Lhote y Antoine Bourdelle. A veces las estadías son prolongadas. Son los casos de Horacio Butler, Aquiles Badi o Raúl Soldi, que estudia en Milán durante diez años. Entre 1930 y 1933 los jóvenes regresan al país y se encuentran en plena actividad, no sólo en Buenos Aires sino también en La Plata, Rosario, Santa Fe, Tucumán y Córdoba.
Durante aquellos años de las presidencias de Hipólito Yrigoyen y Marcelo T. de Alvear, del ascenso de la clase media al poder político y de las fuertes transformaciones de la Reforma Universitaria, los artistas jóvenes están acompañados en el campo de la vanguardia local por los protagonistas anteriores que han vivido durante muchos años en Europa. Pettoruti y Xul Solar vuelven a la Argentina en 1924 después de diez años de ausencia. En el mismo año, Norah Borges llega a la Argentina con Jorge Luis Borges, después de su segundo viaje europeo, y, en 1927, Guttero está instalado en Buenos Aires, tras haber vivido en Europa más de veinte años.
El escándalo provocado por la muestra de los cuadros cubistas de Pettoruti, presentados en 1924 en la galería Witcomb, se convierte en uno de los principales hitos de la historia cultural por la agresiva reacción del público y de la crítica, así como por las peleas en plena calle Florida. Muchos sostienen que los óleos de Pettoruti son un ataque directo contra la pintura nacional.
Artistas como Cupertino delCampo, Carlos Ripamonte y Pío Collivadino manejan los principales resortes oficiales en las instituciones educativas, el Salón de Bellas Artes y el Museo Nacional de Bellas Artes; Fader, recluido en la provincia de Córdoba, es el pintor de más éxito y el más cotizado del momento; Cesáreo Bernaldo de Quirós defiende la tradición de lo nacional con su imponente serie de gauchos, presentada en 1928, aclamada por la crítica y enviada como embajada cultural del país a una muestra itinerante internacional. Mientras tanto, los Cinco Artistas del Pueblo, relacionados con el grupo literario de Boedo, trabajan en el campo del grabado con una temática de raíz social y exponen en lugares alternativos como sindicatos y fábricas. Pettoruti emprende su campaña de modernización y expone en diferentes ciudades del país. Dicta conferencias en museos, peñas y entidades culturales, y logra un primer triunfo cuando, en 1926, el gobierno de Córdoba compra una de sus obras para el Museo Provincial.
Guttero organiza el Salón de los Modernos, dirige un espacio alternativo de exposiciones en el hall de la Wagneriana, es asesor de Amigos del Arte, crea los talleres Libres de Enseñanza, participa en salones periféricos como el de Rosario y Paraná, y aglutina a artistas tan diversos como Xul Solar, Victorica, Forner y Berni.
Numerosas revistas literarias publican notas sobre artes plásticas y se convierten en tribunas desde las cuales la nueva crítica ataca a los artistas oficiales y a las autoridades culturales.
El Museo Nacional de Bellas Artes y la Comisión Nacional se convierten en los blancos predilectos de Martín Fierro, La Campana de Palo, Proa, y Acción de Arte, en las que escriben Atalaya, Córdova Iturburu, Pedro Blake, Alberto Prebisch, Pablo Rojas Paz y Brandán Caraffa. En el diario Crítica, de Botana, escriben Leonardo Estarico y Eduardo Eiriz Maglione. La crítica tradicional estaba representada por José León Pagano, en La Nación, y por Atilio Chiappori, en La Prensa. A fines de los veinte, La Nación resuelve introducir una mirada más moderna e incorpora como corresponsal desde Bélgica a Julio Payró. En 1928, Elías Piterbarg publica el único número de Qué, primera revista surrealista de la Argentina.
Elena de Elizalde, presidenta de Amigos del Arte, convierte la asociación en uno de los principales centros de la actividad cultural del momento. Allí exponen Pettoruti y Figari, los artistas sociales como Bellocq y Arato, los tradicionales como Malinverno y Quirós, los jóvenes de París como Berni y Spilimbergo, y Fader presenta su primera retrospectiva. Cercanas a la visión innovadora de Amigos del Arte, se forman algunas de las principales colecciones argentinas. Las de arte francés pertenecen a Antonio y Mercedes Santamarina, Francisco Llobet, Rafael Bullrich, Otto Bemberg, Matías Errázuriz y Rafael Crespo.
Oliverio Girondo, Elisa y Enrique Peña, Alfredo, Alejo y Celina González Garaño, se dedican a coleccionar arte precolombino, platería criolla y obras de precursores del siglo XX. Juan B. Castagnino, Mauro Herlitzka, Alejandro Shaw y Alfredo Hirsch se interesan por los maestros antiguos. Los coleccionistas José Luis de Ariño, Constancio Fiorito, Luis Arena, Andrés Garmendia y Atilio Larco compran los trabajos de los artistas modernos.
Son años de duros y fructíferos enfrentamientos que marcan la cultura argentina de las décadas siguientes. Revisar aquel período es imprescindible para explicar la orientación actual de la plástica nacional.
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