Lo que uno no sabía que extrañaba
Suele decirse que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde. Más sorprendente es que uno no sepa cuánto extraña aquello que perdió hasta que lo recupera.
El fin de semana pasado volvió la danza al Teatro Alvear, una sala que retomó la actividad hace cuatro meses después de nueve años cerrada por una obra de infraestructura que no llegaba, no llegaba, hasta que llegó. Y el regocijo fue doble: por un lado, porque ahí está con la calidez habitual, a escala de sus 861 espectadores, y esa cercanía entre el público y el escenario. Ahora, en una paleta de maderas, violeta y dorado, con estilo y una sobria prestancia; alguien decía en el foyer, “¡Si parece que estamos en Copenhague!”, no sin cierta ironía, porque tras bambalinas todavía no sería todo tan perfecto. Por otra parte, actuaba allí el Ballet Contemporáneo del Teatro de San Martín, haciendo la magnífica Cantata de Mauro Bigonzetti, votada entre lo mejor de la temporada anterior. Un espectáculo festivo, donde el pueblo (italianísimo, al que tanto nos parecemos) se expresa a rabiar; una pieza que funciona como bálsamo para estos días de incertidumbre, cuando los nervios y la angustia se juegan cabeza a cabeza con la elección presidencial.
El reencuentro con el Alvear me recuerda cuando se repetía como un mantra que este sería “el” teatro porteño destinado a la danza, y con ello vienen a la memoria muchas obras que daban a coreógrafos independientes la posibilidad de trabajar en la escena oficial, con una compañía del nivel del Ballet Contemporáneo (sin googlear, podría nombrar Detrás de las cosas, de Alejandro Cervera, la desfachatada Playback de Carlos Casella, Amargo ceniza de Carlos Trunsky). En la remembranza veo pasar a bailarines que ya no están en el elenco –Victoria Hidalgo, Ernesto Chacón Oribe, parte de quienes fundaron la Compañía Nacional de Danza Contemporánea–, que dejaron el país (Lucio Vidal, Irupé Sarmiento, Exequiel Barreras) y que crecieron no solo en sentido literal sino figurado y hoy son parte del equipo de conducción (Diego Poblete, Elizabeth Rodríguez).
Me pregunté por el telón de embocadura –cerraba lento, balbucee, y a mi alrededor asintieron– y entonces fui directo a la fuente. Hubiera sido una gran paradoja que este escenario no tuviera una cortina que colgar cuando el rediseño y la enorme tarea de restauración de la sala estuvo a cargo de la escenógrafa Julieta Ascar, la misma mujer que parió el “nuevo” telón del Teatro Colón casi a la par que a su hija. “Claro, está listo: es color ocre”, me confirma enseguida, y comparte fotos de cuando daban las últimas pasadas de máquina a ese mar de tela en el taller de costura. Lo que ocurrió fue que la obra con la que se reinauguró este invierno el teatro, Edmond, “pedía tener todo a la vista: ni patas ni bambalinas, nada”, me explica. Pero ahora que el reloj político ya no corre detrás de una apertura que fue por mucho tiempo una espada de Damocles, terminarán de trabajar en la caja negra, la escenotécnica y otras cosas que el público no ve. ¡Qué manía de asomarnos detrás de las puertas que dicen privado tenemos los curiosos!
Quiero recuperar el efecto de alivio tipo Vick Vaporub en el pecho, impregnado también de olor a nuevo, que nos llevamos el sábado por la avenida Corrientes cuando Cantata había terminado. Le consulto a Ascar por aquella paleta del comienzo: intuyo que es parte de esta sensación. “Los colores tuvieron que ver con recuperar materiales que estaban allí, debajo del negro. Cedro en barandas de palcos y parqué de roble en los pisos. Esa materialidad alentó la elección (íntima y subjetiva) de seguir con madera en las paredes: ‘cortinitas’ de listones de eucalipto revisten palcos y trazan nubes bajo la cúpula de sala. Dados esos tonos ‘maderiles’, busqué colores que aportaran luminosidad y gesto propio. El lila fue el primero en surgir. Y como la monocromía podría representar a la obediencia, incluí los verdes lima. La disonancia cromática es ‘voz’, además de rebeldía”.
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