Lo que se cifra en el nombre
Fernando Pessoa publicó en vida un único libro, Mensagem, y lo hizo, aunque parezca broma, con su nombre real. Los hoy trasegados heterónimos que inventarió, de Álvaro de Campos a Bernardo Soares, se desperdigaron en publicaciones diversas o quedaron reposando en sus cuadernos y arcones. No se suele advertir que en portugués pessoa significa, casualmente, "persona" y que los desdoblamientos del escritor parecen aludir al apellido y a la etimología de la palabra, que refiere a las máscaras.
J. K. Rowling no tiene parentesco con el pobre y alcohólico poeta portugués que sentó los parámetros modernos para ampararse con maestría bajo otras firmas. Tampoco, que se sepa, la creadora de Harry Potter sufre problemas de personalidad. Pero también ella puede reivindicar heterónimo propio, aunque el suyo, dado lo efímero del secreto fabulatorio, se convirtió esta semana en un mortal y pedestre alias. El nombre: Robert Galbraith, supuesto asesor militar que debutó en la ficción criminal con The Cuckoo’s Calling, novela que recibió buenas críticas y fue ascendiendo lenta, misteriosamente en la consideración lectora. Rowling definió la experiencia de publicar sin las presiones habituales como "liberadora". Es frecuente que en el mercado anglosajón los autores reconocidos adopten noms de plume para tirar canas al aire en el género negro (Julian Barnes publicó policiales como Dan Kavanagh; John Banville, mostrando las cartas desde un principio, como Benjamin Black), pero en el caso de Rowling parece haber coincidido una razón adicional. Independizada de las obligaciones seriales de su aprendiz de mago, la escritora había publicado el año pasado Una vacante imprevista, novela "para adultos" que transcurría en un escenario quintaesencialmente británico (un pueblo de la campiña inglesa). La calidez titubeante de los comentarios sobre aquel libro podían confundirse con una condescendencia amable o con la perplejidad, ambigüedad que eliminó de cuajo el refugio de una nueva identidad.
La opción de Rowling es, sin embargo, un ejercicio ligero en el arte de la impostación. El caso de la también inglesa Doris Lessing fue más radical. En los años ochenta provocó un escándalo en el mundo editorial como Jane Somers: dos novelas que escribió con ese nombre trivial fueron sistemáticamente rechazadas por los editores. Así probó –cuando al fin vieron la luz– las dificultades para publicar de las escritoras debutantes.
El juego de los heterónimos también puede tener consecuencias trágicas, como sucedió con Romain Gary. Cansado de que se dijera siempre lo mismo de sus libros, el escritor franco-ruso decidió inventar a Émile Ajar, un perseguido por la justicia. Cuando La vie devant soi ganó el premio Goncourt, tuvo la osadía de contratar a un conocido para que encarnara públicamente a su escritor imaginario. No previó que el impostor terminaría creyéndose la historia e intentaría apropiarse de las novelas. Gary, magnífico escritor, se suicidó poco después, en 1980. Ajar, no.
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