Lo que quiere el lobo
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Así, estamos en medio de la noche y en mi ventana hay un lobo. Está parado como un hombre, sobre sus patas traseras. Sus ancas son voluminosas, puro músculo y carne. Es tan plateado que a la luz de la luna, si hubiera luna, parecería azul. Pero estamos en los suburbios, y es casi azul a la luz de los faroles de la calle, las luces de seguridad de los porches, la luz intermitente del televisor de enfrente, el brillante resplandor de las luces que llegan desde el centro.
Un montón de iluminación artificial, eso es lo que tenemos en estos lugares.
Las alucinaciones no son algo nuevo para mí. No pude dormir mucho este último año. Pero cuanto más miro al lobo, más me doy cuenta de que no es una alucinación: este es real.
No es un hombre lobo, no exactamente. No tiene nada de hombre. Ni manos ni rostro humano. Tampoco pantalones. Sus bolas cuelgan con desenfado entre sus rodillas. Se mecen en la brisa como algo, como bolas.
No debería abrir la ventana, pero la abro y el lobo entra. Sólo llevo puestos los calzoncillos y él tiene las bolas al aire, es un lobo, así que no creo que vaya a importarle. Deslizo los pies en los mocasines de cuero forrados en piel, mis preferidos, un regalo de Tyler.
El lobo me sigue a la cocina, se sienta en mi silla de comedor Dynasty Collection de Rooms to Go, a mi mesa Dynasty Collection de Rooms to Go. Yo quiero poner un mantel, algo que aparte esas bolas de la superficie imitación madera de arce laminada de la silla, pero la expresión de la cara del lobo me dice que es mejor que mantenga mis manos alejadas de sus testículos.
–¿Café? –digo.
El lobo asiente y hace esa cosa que hacen los perros, esa cosa de ladear la cabeza y curvar los labios, esa semisonrisa. Sus dientes resplandecen.
A los lobos les gusta el café instantáneo. Lo leí en algún lugar, en Wikipedia, creo. Yo no tomo café instantáneo desde los años ochenta, pero justo la semana pasada compré uno en Starbucks, de la nueva línea Via. Ellos no dicen que es instantáneo, pero lo es.
Sirvo el café en un recipiente poco profundo para que pueda lamerlo. Apoyo el recipiente sobre la mesa frente al lobo. Él lo sopla para enfriarlo. Cuando el lobo hace eso yo pienso en mi madre, que nos enseñó a mí y a mi hermano a enfriar la sopa soplando. Nunca funcionó, del mismo modo que una lastimadura besada no duele menos. El primer sorbo siempre nos quemaba la lengua, pero fingíamos: Tyler, mamá y yo. Tomábamos la sopa fingiendo que podíamos saborearla, fingiendo que no nos ardía la boca.
El lobo no finge. El primer sorbo quema. Alza la cabeza y aúlla. Aúlla tan alto que tengo que taparme los oídos. Gruñe, y por primera vez me pregunto por la salud de un hombre que dejó entrar un lobo a su casa. Me gustan todas las partes de mi cuerpo.
El lobo me observa.
Un dedo del pie no es el fin del mundo, pienso. Podría perder un dedo del pie. Me inclino para descalzarme un pie.
–Sí –dice el lobo. Aquí yo debería sorprenderme, debería farfullar “oh, oh Dios mío, es un lobo que habla, ah...”.
Pero no estoy sorprendido. De verdad, no lo estoy. Porque ¿por qué otra razón el lobo estaría aquí si no fuera para hablar, si no fuera para hacerme una pregunta u ofrecerme un consejo lobuno?
Excepto que no está aquí para darme consejos; está aquí porque quiere algo. Y lo que quiere no es que le responda una pregunta, ni tampoco comer un pedazo de mi cuerpo; son mis pantuflas.
–Mocasines –digo yo.
–Lo que sea –dice el lobo–. Eso quiero.
–Lo que sea menos eso –digo. Espero que se lleve la silla. Llévate la silla y tus bolas sudorosas con ella, quiero decir pero no lo digo.
Seamos adultos, pienso. Hasta hace unos segundos estabas dispuesto a entregar un dedo del pie y lo único que te pide es una posesión mundana, un souvenir de su gran excursión fuera del bosque.
Podría ser algún mueble, ropa, tal vez un lindo electrodoméstico, algo de lo que pueda jactarse ante sus amigos lobos diciendo, por ejemplo: “Miren, estuve adentro muchachos. ¡Entré en la caja con techo!”.
–Qué te parece el Whirlpool –digo. Tiene sólo dos años de antigüedad y es un buen lavaplatos, de esos en los que puedes meter las cosas sin enjuagarlas primero–. Hablo en serio –digo–. Yo hice la prueba. Es igualito que en la propaganda. Metí una torta entera. ¿Y qué pasó? Los platos salieron inmaculados.
El lobo niega con la cabeza.
Oferto un microondas marca Emerson, una frazada térmica Land’s End, un Storybook Mountain Vineyards Zinfandel 2009, mi favorito.
–Cincuenta dólares a precio minorista –digo–. Una verdadera inversión.
Pero el lobo no necesita nada de eso. Come la comida cruda. Su pelaje lo protege del frío. Y en cuanto al vino, bueno. Los lobos, me informa, beben vino blanco.
–Los mocasines –dice–. Realmente son lo único que quiero.
Pregunto por qué. El lobo se encoge de hombros.
–El terreno es áspero allá afuera –dice–. ¿Alguna vez se te clavó una aguja de pino en las almohadillas? ¿Alguna vez cruzaste descalzo un campo cubierto de nieve?
Debo admitir que no, no lo hice.
–Inténtalo –dice él–. Inténtalo y, créeme lo que te digo, suplicarás por un par de mocasines.
Suspiro.
–Está bien –digo.
Me saco un mocasín y después el otro. La costura es amarilla. Avanza como un código Morse a través del cuero. La piel es blanca, suave.
–Conejo auténtico –digo. Y el lobo me mira como diciendo tú no puedes enseñarme nada sobre los conejos.
Le entrego los mocasines y el lobo se para y se los calza. Son demasiado grandes, pero tira de los cordones hasta que se cierran alrededor de sus patas como pelotas de tenis, como hacía Tyler con el pie de su prótesis después de perder la primera pierna.
–Son lo único que me queda de él –digo.
El lobo cierra los ojos y baja el hocico, sombrío, con una expresión que dice lo lamento muchísimo y no obstante voy a llevármelos al mismo tiempo.
Menea la cola.
–Tengo que irme –dice, y sin darme tiempo a saludarlo sale por la puerta de entrada y se va corriendo velozmente con sus mocasines.
No tendría que haber dicho lo que le dije a mi hermano esa Navidad: “¿Pantuflas? ¿Qué diablos se supone que voy a hacer con estas pantuflas?”. Acababa de regresar de Alaska, donde supongo que lo único que se podía comprar eran productos locales.
–A mí me gustan –dijo mi madre, mostrando un par igual al mío. Una lengua de papel blanco asomaba por uno de los agujeros donde entran los pies.
–Yo te compré una máquina de espresso Cuisinart de mil dólares, el modelo Tastemaker, con dos tazas para espresso y un dispositivo especial para hacer espuma de leche. ¿Y lo único que recibo es un par de pantuflas ordinarias?
–Son mocasines –dijo Tyler–. Cosidos a mano.
–Huelen a animal muerto –dije yo.
Tyler sacudió la cabeza. Había vuelto a crecerle el cabello. Pero volvería a perderlo antes del verano. Desde el ataúd nos miraría con su cara sin cejas.
–No sé qué decir –dije–. Lo lamento.
Volví a meter los mocasines en la caja.
En aquel entonces yo era una mala persona. Tal vez lo sigo siendo. Ha pasado un año, pero lleva mucho más tiempo que eso. Creo que tal vez llevará una vida redimirse a los ojos de los muertos.
Vuelvo a mi habitación. La ventana por donde entró el lobo todavía está abierta y la cierro. Entra más luz desde afuera, luz de verdad, el rosado del sol asomando en pintas a través del negro.
Voy hacia el teléfono junto a mi cama. Llamo a mi madre.
Cuando atiende, su voz es suave, como de algodón. La imagino en su cama, sola en su enorme casa, en el otro extremo del país. La colcha Renaissance roja que le regalé hace dos cumpleaños subida hasta el mentón y una mirada de terror en sus ojos.
–Mamá –digo–. Hay un lobo en mi ventana.
–Sí –dice ella–. También hay uno en la mía. Ahora mismo lo estoy mirando.
Este cuento integra El cielo de los animales (Edhasa), primer libro de David James Poissant, de 2014. Poissant es autor de la novela de reciente publicación Vida de lago.
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