Lo que quedó del problema del caballo
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En un ala del sexto piso del edificio, un amplio salón climatizado se abre ante los ojos del visitante. Hay olor a pintura y un rollo enorme de cartón corrugado en el centro del espacio, prácticamente desierto. Como en la reserva de un museo, varias hileras de racks, que sirven para colgar y guardar obras de arte, van y vienen por los andariveles. El coleccionista, entusiasmado, va mostrando el lugar como el agente inmobiliario que señala un departamento vacío y hace notar: “tiene potencial”. En dos o tres meses más, cuando su gran conjunto de tesoros argentinos se aloje aquí, en el microcentro, podrá compartirlos con quien quiera, en una cita privada, sin necesidad de recibir a los curiosos en su casa, donde pinturas y esculturas aparecen por todas partes no bien se traspasa la puerta.
Pero la anécdota es otra. Ese mediodía, cuando Andrés Buhar cerraba con llave la puerta de la reserva que está montando en Arthaus y se dirigía a su oficina (también amplia, recién amueblada), entre una abstracción geométrica y un sillón de diseño verde lima me sorprendió al ras del suelo la figura completamente blanca de un chico acuclillado, con una piedra en la mano. Fue como toparse de pronto con un viejo conocido, alguien visto muchas veces antes, pero fuera de contexto. Le pregunté. “Es el chico de Claudia Fontes”, me dijo, e inmediatamente recobré la imagen de la monumental obra que la artista residente en Inglaterra creó para el envío oficial de nuestro país a Venecia en 2017. Cómo no iba a recordarla si aquella había sido “la más fotografiada” de la bienal.
El conjunto escultórico El problema del caballo estaba integrado por un equino de resina y polvo de mármol de cinco metros de altura que corcoveaba mientras una mujer le acariciaba el hocico. El niño en cuestión, agachado, con una piedra en la mano, miraba el estallido. “Una escena congelada en el tiempo: tres figuras se contraponen a una lluvia de rocas suspendidas en el aire cuya sombra genera una imagen especular del animal, pero disgregada. La artista formula así una lectura radical de la relación del hombre con el caballo, matriz del mito de origen de la nación. En su interpretación, el animal, cautivo en una prisión construida por su propia fuerza motriz –la arquitectura fabril del pabellón en el Arsenal–, disuelve con su vitalidad el canon de la estatuaria que, a lo largo de la historia, lo redujo a mero elemento funcional de los relatos conmemorativos institucionales”, explicaba Andrés Duprat en el texto curatorial.

“Pero el caballo, ¿dónde lo tenés?”, repliqué enseguida, entre la gracia y la sorpresa, porque era obvio que el coleccionista no estaba escondiendo allí tamaña escultura. “Lo destruyeron”, contestó con mucha naturalidad. Esa respuesta fue para mi curiosidad como la punta de un ovillo que queda suelta, ahí, al alcance de la mano, en una silenciosa incitación a tirar. No sabía cuán enmarañada podía estar esa madeja (¡muy enmarañada!), pero en principio no podía creer que una obra semejante, que le había costado al Estado miles de euros y a la artista una fenomenal labor, que había generado impacto, interés internacional y posibles compradores, terminara literalmente hecha polvo. Luego me enteré de que no es poco habitual que esto ocurra con los envíos nacionales, difíciles de transportar, de desmontar y de guardar. Cancillería tiene una colección de arte importante, pero no dispone de un depósito para guardar los trabajos que encarga especialmente para llevar a la gran cumbre italiana. Sin ir más lejos, todo el material de la instalación de Luciana Lamothe que representó a la Argentina hasta hace pocos meses fue a reciclaje. Ella se guardó una pequeña parte en la trastienda de su galería, así como hace ocho años, cuando demolieron la suya, Fontes conservó –además de los moldes– una caja con cuatro piedras originales, una de las cuales tiene ahora en la mano la copia del chico que hizo para Buhar. Qué ironía: al final, el problema del caballo había estado predestinado desde el título.

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