Lo que queda de nosotros
“Vas a tener que correr sobrio, campeón”. En la honda oscuridad de un cine lleno de periodistas, quien pronuncia esta frase desde la pantalla es un personaje de El jockey, el nuevo film -un sueño estético y enardecido- del realizador Luis Ortega, que se estrena mañana y que fue elegido como representante de nuestro país de cara a los Oscar. Irónicamente, en el mismo instante en que transcurre esta función anticipada para la prensa, Daniel Fanego, el actor que lo encarna -que “le da vida”, como suele decirse- es despedido por sus seres queridos en la Legislatura Porteña, y resulta imposible no conmoverse con la que, ahora pensamos todos, quedará inscripta como su última gran actuación.
Para sumar emocionalidad al momento, mi acompañante esta mañana es un queridísimo amigo y colega quien perdió hace pocas semanas a su madre, una luchadora honorable, después de largos cuidados. Estamos, ambos, susceptibles y estremecidos, y las lágrimas en sus ojos no hacen más que recordarme mis propias pérdidas personales; el desamparo que implica la partida de un padre, ese traslado instantáneo a una tierra fría e inhóspita que no es otra cosa que la angustia de dejar de ser hijo, de sentir cobijo, de saberse protegido. La orfandad como la ausencia de un plato caliente sobre la mesa.
Pocos días antes, quizás por instinto, había vuelto a una lectura que me acompañó en su momento, Diario de duelo, una catarsis íntima que el semiólogo y filósofo Roland Barthes escribió tras la muerte de su madre, a fines de los años 70.
En ese trabajo, como el magistral ensayista que siempre fue, Barthes traduce lo abominable y lo aparentemente indecible con un estilo cotidiano. Da cuenta de esos primeros momentos en que las inflexiones de una voz cercana dejan de oírse y los rasgos se desdibujan, la desafección por la mundanidad que sobreviene al doliente, la larga serie de tiempos sin ese otro desaparecido: “Hoy, en el día de mi cumpleaños, estoy enfermo y ya no puedo decírselo a ella”, apunta. Pasan meses de aflicción hasta que, una tarde, viendo una película, el autor se siente alcanzado por un detalle de la escenografía: la pantalla plisada de una lámpara, como las que su madre solía hacer. Entonces, toda ella le “salta a la cara”, asegura. Y ahí la siente revivir con dulzura. Sabe que será, de allí en más, una presencia en la ausencia.
Freud decía (lo sé más bien empíricamente, después de muchos años en el diván) que uno no llora solo la pérdida del ser amado, sino lo que ese ser se lleva de nosotros. Es una descripción brutal, tan dolorosamente precisa, tan necesaria de entender…
No obstante, yo, que me estoy acercando con asombro y recelo a la edad que tenía mi padre cuando murió, en estos meses busco con desesperación aferrarme a las presencias, quiero bocanadas de vida, pienso no solo en lo que se llevaron de mí sino en lo perdurable, en todas esas cosas que mi padre, mis abuelas y abuelos y todos mis seres queridos que partieron me dejaron a mí. La lista es generosa; tiene frases, anécdotas, lugares, canciones, recetas, perfumes, gestos, una cierta mirada, la pasión por el boxeo, la fascinación por la ruta, los diccionarios, la lectura mansa del diario del domingo, el cariño por Mar del Plata, la compañía cercana de los perros, el gusto por el baile, la buena mesa, los atardeceres en la playa. Una rica herencia, podría pensarse, tan viva que es, a su modo, un desaire a la muerte, una burla a la finitud.
Hablando de burlas, hay algo más, que conecta con el principio de estas líneas. Qué regalo extraordinario le hizo, sin saberlo -al menos no con el dominio de la conciencia-, Luis Ortega a Daniel Fanego en El jockey. El personaje que interpreta, de gran lucimiento gracias a sus matices entre la oscuridad, la truculencia y el humor, se llama exactamente como él: Fanego. Vaya homenaje a la trascendencia. Porque todo queda. Todo lo hermoso de nosotros siempre queda.
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