Lo que me hizo Messi
El jueves pasado fui a ver a Messi. No me gusta el fútbol, no soy hincha de ningún club, lo quiero a Banfield porque Ezequiel es de Banfield y lo quiero a Ezequiel. Nada más. Pero hace una semana fui a ver a Messi porque él me lo dijo: “Dale Negri, cómo no vamos a ir, es parte de la historia, tenés que verlo”. Así que fui. A ver a Messi, a ver cómo ven a Messi. Y estrené la camiseta de las tres estrellas.
Nos encontramos cerca de la cancha de River con la hermana de Ezequiel y el novio. Nos vimos y nos abrazamos. Estaban emocionados y ansiosos y me pareció tan cierto. Marcos, mi concuñado, rompió el celular del apurón y pensé que tenía sentido, que Messi también causa eso. Faltaban tres horas para el partido, el primero de las eliminatorias 2026, y la avenida era algo para prestar atención: madres, abuelos, niños, adolescentes, amigos, primos, turistas, todos para lo mismo: ver a Messi. Incluso los fanáticos de Ecuador, el rival. Acá antes del fútbol está Messi. Así me lo advirtió Pía, mi amiga peruana, cuando le dije que el mes que viene juega la Argentina contra Perú en Lima y ella contestó: “Uh acá se van a volver locos por Messi”. ¿Qué tiene Messi?
En la vereda la gente vendía lo que sea, gorros, remeras con la foto de Messi, camisetas, vinchas; y la gente compraba, cuánto sale, dame algo que pueda tocar, que se sienta con las manos, hoy lo veo. Un joven pasó con una bandera de Messi como capa: el superhéroe.
Llegamos a la cancha y pasamos un control, otro, otro, creo que uno más y unas escaleras empinadas después estábamos en la platea Sívori media y me sentí como esa chica de violeta que se tocó el corazón y se tapó la boca con las manos. Ahí estaba el campo de juego, un rectángulo bien verde, para que Messi le sacara flores.
Ezequiel de tan nervioso parecía serio. Lo miré a él, a la hermana, a los chicos que tenía enfrente, a ese pibe de rulos rojos que se colgó un arito con la copa del mundo, al padre que me pidió una foto con sus hijos, a los novios, a los que compraron comida porque no podían más del hambre, toda esa hambre por verlo, a esas niñas que querían saber ese quién es, por qué hay cuatro arcos, cuánto falta.
Y cuando llegó Messi, ay, cuando llegó. Meeesi, las voces al mismo tiempo, Meeesi, el gesto de alabanza con los brazos, y vení vení, cantá conmigo, y muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar. Clarita tiene 9 años y le pregunta al padre dónde está Messi; Ezequiel le grita a la hermana y le pregunta: “Bar, ¿lo viste?” y Bar, que no mira fútbol pero tiene a Messi tatuado en el cuerpo, ríe. Como Clarita, como Bar, mis sobrinos en la San Martín alta, Augusto, Lorenzo, Lázaro, mi hermano, cómo estará ahora, ojalá grite también, dale campeón.
El partido arranca y cada vez que la toca Messi Ezequiel me lo dice, Messi, Messi. Yo pienso que le encanta decir su nombre. Lo dejo seguir. Messi juega a la pelota a unos metros pero nos da órdenes: la toca y nos paramos. Arriba, abajo, en puntitas a ver qué hace. Somos sus títeres. ¿Qué tiene Messi? ¿Qué está haciendo conmigo?
En el segundo tiempo, el tiro libre. Messi patea y la pelota vuela y entra en el arco que tenemos a metros. ¡Gol! Y lo que pasa no entra en el lugar. Las cuerdas vocales al borde del desgarro y las 80 mil personas paradas para verlo a él hacer eso que hace como una grieta en la tierra que se raja por amor al ídolo, Meeesi, la e alargada para que no se vaya nunca.
Argentina gana y yo cuento: mis sobrinos, Clarita, Ezequiel, la hermana, mi hermano, el abuelo con los nietos, la niña de atrás con el uniforme de hockey, su madre, los novios, esas amigas, los hombres en el pasillo, los chicos pegados a las rejas y el resto alrededor. Messi juega y nos iguala. A nosotros, que somos tan distintos. Messi juega y nos junta. A nosotros, que nos sentimos tan solos. Qué lindo.
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