Hasta no hace mucho expresar la pasión en largos escritos era un arte de primer orden, como lo muestran Flaubert y Kafka, Cortázar o Pizarnik; tal vez llegó la hora de volver a ejercitarse
Algún lector conocerá aquel verso de Fernando Pessoaque dice: "Todas las cartas de amor son ridículas". Casi nunca se cita, sin embargo, cómo continúa el poema.Todas las cartas de amor son ridículas, dice el poeta portugués, porque si no, no serían cartas de amor. Si hay amor, insiste, tienen que serlo, porque ridículas de verdad solo son las criaturas que nunca escribieron cartas de amor. También él, Pessoa, como lo admite, las tiene: ahí está su epistolario, ridículo, triste y maravilloso, con Ofélia Quiroz, la mecanógrafa que fue el único amor conocido de su vida. No llegó a buen puerto.
Sobre toda efusión sentimental pesa la amenaza de la cursilería, muy particularmente si el que la lee en frío y a destiempo es el propio autor. Las cartas de amor son, por lo demás y por mucho cálculo que pueda haber, intimidad en estado puro. No fueron escritas para el ojo ajeno. Debería entrarse en ellas con una cuota de pudor: conviene que el lector entre en ese territorio ajeno en puntas de pie, más con actitud de voyeur cómplice que de espía profesional.
Las cartas de amor son, por lo demás y por mucho cálculo que pueda haber, intimidad en estado puro. No fueron escritas para el ojo ajeno. Debería entrarse en ellas con una cuota de pudor
Detengámonos, para empezar, en Gustave Flaubert. Las cartas que el escritor francés, instalado en Croisset, intercambió con su amada Louise Colet entre 1846 y 1848 (hay más, pero entonces se produjo su ruptura decisiva) son formidables por muchas razones. Colet tenía 36 años cuando se conocieron y, más allá de su belleza, era una escritora apreciada. El futuro autor de Madame Bovary tenía 24 y no se preocupaba todavía por le mot juste. Desde las sensiblerías del comienzo hasta la gelidez final, sin embargo, sus páginas muestran que Flaubert era entretenidísimo e inteligente escribiendo al correr de la pluma, pero además podía tener el desenfado de un fauno.
También Kafka tiene su malentendido.Las cartas que intercambió con Milena Jesenská suelen ser leídas como la constancia irrefutable de un gran amor. En realidad, la correspondencia que intercambiaron ambos (él en Praga, ella en Viena) reflejan un enamoramiento fulminante, pero pasajero: Kafka y Milena, que estaba casada y buscaba traducirlo, no se vieron más que un par de veces. La intensidad de las cartas de Kafka, sin embargo, tienen la gracia de una obra maestra confesional no buscada.
Hay más. Simone de Beauvoir, estandarte feminista del siglo pasado, es famosa por su duradera e intelectual relación con Jean-Paul Sartre. Pero, ¿fue él o el estadounidense Nelson Algren, el autor de El hombre del brazo de oro, la verdadera pasión de su vida?
¿Fue amor, por su parte, lo que sintió Julio Cortázar por Edith Aron, la veinteañera a la que conoció en el barco en su primer viaje a Europa y que está considerada el principal modelo de La Maga? Como se sabe, en escena se aprestaba a entrar, casi a la par, Aurora Bernárdez, la primera mujer del escritor.
Las misivas de Alejandra Pizarnik a Silvina Ocampo, tan poéticas en sus circunvoluciones, revelan que la amistad "fue creciendo –como sugiere la edición de su correspondencia– hasta convertirse en la pasión que revelan las cartas". Y sin embargo lo que más importa, como lectores, es la perfección de la ambigüedad, lo que no se llega nunca a determinar.
La escritura de cartas de largo aliento, no de simples esquelas, tuvo su auge –recuerda el gran Frank Kermode– entre 1700 y 1918. Persistió con fuerza durante el siglo pasado a pesar de la competencia del teléfono y otras formas rápidas de comunicación. Nuestras cartas de hoy son astillas de palabras perdidas en redes que se nos escapan antes de decir "esta frase es mía". La cuarentena, con su lentitud que no termina, tal vez pueda incitarnos a recuperar por un instante ese arte perdido: basta con el experimento de escribir a mano una carta eligiendo, de manera artera y amorosa, al destinatario que menos se lo espere.
Simone de Beauvoir a Nelson Algren
Cartas a Nelson Algren. Trad.: Miguel Martínez-Lage. Lumen, 1999
Domingo, 18 de mayo de 1947
Mi precioso y amado hombre de Chicago, pienso en ti en París, y en París te echo de menos. Todo el viaje fue una maravilla. Prácticamente no hubo noche, ya que volamos hacia el este. En Terranova empezaba a ponerse el sol, pero cinco horas después amanecía en el aeropuerto de Shannon, sobre la dulzura y el verdor del paisaje irlandés. Todo era tan hermoso, y tenía tantas cosas que pensar que apenas dormí. Esta mañana, a las diez (a las seis de allí) me encontraba en el corazón de París. Esperaba que la belleza de París me ayudase a superar la tristeza, pero no fue así. Primero, París hoy no está hermoso. Hace un día gris y nublado; es domingo, las calles están desiertas; todo parece mortecino, oscuro, yerto. Tal vez mi corazón esté yerto, insensible a la belleza de París. Mi corazón aún está en Nueva York, en la esquina de Broadway en la que nos despedimos.
Está en mi casita de Chicago, en mi cálido hogar, muy cerca de tu amoroso corazón. Supongo que en dos o tres días todo habrá cambiado un poco, pues otra vez me sentiré inmersa en la vida política e intelectual francesa, el trabajo y los amigos. Hoy, en cambio, ni siquiera me apetece tomarme el menor interés por tales cosas. Me siento cansada y perezosa, y sólo disfruto con los recuerdos. Amado mío, no sé por qué esperé tanto a decirte que te quiero. Tan sólo quería estar segura, y no decir palabras fáciles y vacuas. Ahora, en cambio, me parece que el amor estaba ahí desde el principio. De todos modos, ahora sí está ahí: es amor, y me duele el corazón. Soy feliz de ser tan amargamente infeliz, y es dulce tener parte de esa misma tristeza. Contigo el placer era amor, y ahora el dolor también es amor. Hemos de conocer todos los tipos de amor. Conoceremos la alegría de encontrarnos y estar juntos de nuevo; la deseo, la necesito y la tendré. Espérame. Yo te espero. Te amo más de lo que nunca he dicho, más incluso de lo que tú sabes. Te escribiré muy a menudo. Escríbeme también tú muy a menudo. Soy tu esposa para siempre.
Tuya, Simone
Alejandra Pizarnik a Silvina Ocampo
Nueva correspondencia (1955-1972) . Edición de Ivonne Bordelois y Cristina Piña. Alfaguara, 2017
[Sin lugar ni fecha]
Querida Silvina, le ciel est si bleu, si tendre ["el cielo es tan azul, tan tierno], muy parecido a tu sonrisa. Pero ayer a las 20 horas no fue así pues no sé por qué, sobre el celeste gris rosa del crepúsculo vino una nube enorme, enorme, y también negra, y también erizada, como hecha de la materia de un gato electrizado, quiero decir de la piel de ese gato que por otra parte nunca vi sino dibujado en una historieta.
Me siento muy orgullosa y con un poquito de miedo –a causa de la responsabilidad que implica– escribiendo con tu lapicera. Tengo que acostumbrarme a ella pues exige una impetuosidad y una generosidad y una entrega propias en mí de un instante privilegiado y en vos de tu estado natural de ser y de estar. (Se entiende algo o es cierto que el sol me inmovilizó el pensamiento?). Quiero decir que no será extraño si ella cambia de forma –y sobre todo el sentido– de mis poemas venideros. (Cuando yo tenía 6 años me pasaba la vida escribiéndoles a los Reyes Magos –no sólo en su día sino en cualquier otro– pidiéndoles una lapicera que supiese sumar, restar y dividir sola; ella dirigiría mi mano derecha mientras la izquierda, debajo del pupitre, da vuelta las páginas del libro de cuentos que leo mientras la lapicera se las arregla mágicamente para hacer de mí el genio de las matemáticas. Esto es idiota pero no hago más que recordarlo desde el lunes).
Encontré un librito de Old Montaigne que por momentos es muy delicioso: "Sur le plus beau trône du monde on n’est jamais assis que sur son cul" ["En el trono más hermoso del mundo uno no se sienta sino sobre su culo"].
Quiero decir que revelar la tristeza es algo así como la máxima confesión (al menos, en mi caso). Pero me horroriza pensar que pude comunicártela
¿Te deje muy triste el otro día? Espero que no. Confío en que no. Aun así, y aunque maldita la gracia que me hace tender mi tristeza sobre la mesa como un mapa, aun así es una Gran Prueba de Amistad de mi parte esto de no sonreír todo el tiempo y de no decir chistes todo el tiempo, que es lo que hago con 99 de cada 100 personas que conozco. Quiero decir que revelar la tristeza es algo así como la máxima confesión (al menos, en mi caso). Pero me horroriza pensar que pude comunicártela. Ojalá que el peregrino la haya disipado si es que no la dejé al irme.
Estuve pensando mucho en lo que dijiste sobre la continuidad del poema, aquello de que un verso llama a otro.
Creo que te va a encantar como a mí la dama que está a la izquierda, en el primer plano, vestida de azul, dueña de una lujosa cola blanca, parecida –si j’ose dire ["si me atrevo a decir"]– a la de un caballo. Aunque temerosa de exagerar, me he atrevido a pensar que también sus finas y blancas piernas tienen un no sé qué de equino. (En las noches de invierno ella galopa con sus piececitos vestidos de azul y danza, danza de alegría, de miedo, danza para alegrar su pequeño corazón, su corazón de madera, su corazón de buena suerte).
(...) Vengo de un paseo de cuatro horas solitarias en bicicleta. Por eso la carta está girando ("elle tourne, elle tourne comme dans les rêves de la reine folle…) ["ella gira, gira como en los sueños de la reina loca"]
Je t’embrasse ["Te beso"]
ALEJANDRA
* El cielo es tan azul, tan tierno ** En el trono más hermoso del mundo uno no se sienta sino sobre su culo *** "Si me atrevo a decir" **** "Ella gira, gira como en los sueños de la reina loca" y Te beso
Gustave Flaubert a Louise Colet
Correspondencia íntima. Trad.: Emma Calatayud. Sine Die, Barcelona, 1988
Martes, medianoche, Croisset, 4-5 de agosto de 1846
Hace doce horas aún estábamos juntos; ayer, a esta misma hora te tenía yo en mis brazos... ¿Te acuerdas?... ¡Qué lejos está ya! Ahora la noche es cálida y suave; oigo temblar al viento el gran tulipanero que hay bajo mi ventana, y cuando alzo la cabeza veo la luna mirándose en el río. Tus zapatillitas están aquí mientras escribo. Las tengo ante mis ojos, las miro. Acabo de guardar, solo y bajo llave, todo cuanto me diste; tus dos cartas están en la bolsita bordada, y las voy a releer en cuanto haya lacrado la mía. No he querido utilizar mi papel de cartas para escribirte porque está orlado de negro. ¡Que nada triste vaya de mí a ti! Quisiera darte únicamente alegría y rodearte de una felicidad sosegada y constante para así pagarte un poco todo lo que me diste a manos llenas con la generosidad de tu amor. Me da miedo ser frío, seco, egoísta, y Dios sabe, sin embargo, lo que en estos momentos siento dentro de mí. ¡Qué recuerdos! ¡Y qué deseos! ¡Ah, que maravillosos los paseos que dimos en calesa! Sobre todo el segundo, con aquellos relámpagos. Recuerdo el color de los árboles iluminados por las farolas, y el balanceo de los ejes; estábamos solos, éramos felices y yo contemplaba tu rostro en la noche, lo veía a pesar de las tinieblas, tus ojos te iluminaban todo la cara. Me parece que no escribo bien, vas a leer estas cosas con frialdad, no consigo expresar todo lo que desearía decirte. Es porque mis frases chocan entre sí como suspiros y, para comprenderlas, hay que colmar el espacio que separa a una de la otra; tú lo harás, ¿verdad? Soñarás ante cada letra, ante cada signo de la escritura, al igual que yo pienso, cuando miro tus zapatillitas de color pardo, en los movimientos de tu pie cuando, al calzarlas, las calentaba. El pañuelo está dentro, veo tu sangre. Quisiera que estuviese todo rojo él.
Mi madre me esperaba en la estación. Lloró al verme regresar. Tú lloraste al verme partir. ¡Tan miserable es nuestra condición que no podemos desplazarnos de un lugar a otro sin que cueste lágrimas por ambas partes! Es tan grotesco como sombrío. He vuelto a encontrar aquí la verde hierba, los altos árboles y el agua que fluye igual que cuando los dejé. Mis libros siguen abiertos por la misma página, nada ha cambiado. La naturaleza nos avergüenza: es de una serenidad desconsoladora para nuestro orgullo. No importa, no pensemos en el porvenir, ni en nosotros, ni en nada. Pensar es la mejor manera de sufrir... Dejémonos llevar por el viento de nuestro corazón, mientras hinche la vela. Que él nos empuje como le plazca, y si tropezamos con algún escollo... qué le vamos a hacer, ya veremos.
Apenas dejarte y a medida que me iba alejando, mi pensamiento volaba de nuevo hacia ti.
(...) Esta noche carezco por completo de espíritu crítico. Sólo he querido mandarte un beso antes de irme a dormir y decirte que te amo. Apenas dejarte y a medida que me iba alejando, mi pensamiento volaba de nuevo hacia ti. Iba más deprisa que el humo de la locomotora que corría tras nosotros (hay fuego en la comparación); perdóname por sacarle la punta a la frase. Anda, dame un beso enseguida, ya sabes cómo, un beso de los que habla Ariosto, y otro más, y otro, y luego debajo de la barbilla, en ese lugar que me gusta de tu suave piel, en tu pecho, en donde pongo mi corazón.
Adiós, adiós.
Te envío todas las ternuras que tú quieras.
Franz Kafka a Milena Jesenská
Cartas a Milena. Trad.: J. R. Wilcock. En Obras Completas III. Aguilar, 2005
Jueves
«Ya ve Milena, me quedo echado en mi silla de reposo, por la mañana, desnudo, medio en el sol, medio en la sombra, después de una noche casi enteramente insomne; cómo dormir, cuando soy demasiado liviano para el sueño y revoloteo constantemente en torno a usted, cuando en realidad estoy aterrado (...) Así estaba yo, cuando llegaron sus dos cartas.
Algo tenemos en común, Milena, según creo: somos tan tímidos y tan temerosos que cada carta es distinta, casi todas las cartas se asustan de la anterior y aún más de la respuesta. Usted no es así por naturaleza, eso se ve fácilmente, y yo, hasta es posible que tampoco yo sea así por naturaleza, pero ya se ha convertido casi en mi propia naturaleza; sólo cuando estoy desesperado y a veces cuando estoy enfadado pierdo esa cualidad y, por supuesto, cuando tengo miedo.
Estamos jugando a un juego infantil, yo me arrastro por la sombra, de un árbol a otro, estoy en pleno camino, usted me llama, me señala los peligros
(...) Reflexione, además Milena, en qué condiciones me acerco a usted, qué viaje de treinta y ocho años hay detrás de mí (y un viaje mucho más largo todavía, porque soy judío), y cómo, al tomar una curva aparentemente casual del camino, la veo, cuando no esperaba verla, y menos aún tan definitivamente tarde, entonces Milena, no puedo gritar, ni tampoco grita nada en mí, ni siquiera digo mil tonterías, porque no están en mí (omito las otras tonterías, de esas poseo en exceso), y quizá sólo advierto que estoy arrodillado al ver que sus pies están ante mis ojos, y al acariciarlos.
Y no me exija sinceridad, Milena. Nadie puede exigírmela más que yo, y sin embargo, muchas cosas me rehúyen, es más, quizá me rehúyan todas. Pero al alentarme en esta cacería, no me alienta nada de eso, ya no puedo dar un paso más, de pronto se vuelve mentira, y el perseguido acosa al perseguidor. Voy por un camino tan peligroso, Milena. Usted se encuentra segura junto a un árbol, joven, hermosa, sus ojos subyugan con su brillo el dolor del mundo. Estamos jugando a un juego infantil, yo me arrastro por la sombra, de un árbol a otro, estoy en pleno camino, usted me llama, me señala los peligros, quiere darme ánimos, se desespera al ver mi paso inseguro, me recuerda (¡a mí!) la seriedad del juego… no puedo, desfallezco, ya he caído. No puedo escuchar al mismo tiempo las voces terribles de mi interior y la suya, pero en cambio puedo oír la suya sola y confiar en usted, en usted como en nadie más en el mundo».
Suyo, F.
Julio Cortázar a Edith Aron
Cartas I (1937-1954). Edición a cargo de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga. Alfaguara, 2012
Agosto de 1951
Querida Edith:
No sé si se acuerda todavía del largo, flaco, feo y aburrido compañero que usted aceptó para pasear algunas veces por París, para ir a escuchar Bach a la Sala del Conservatorio, para visitar Versalles, para ver un eclipse de luna en el parvis de Notre Dame, para botar al Sena un barquito de papel, para usarle un pulóver verde (que todavía guarda su perfume, aunque los sentidos no lo perciban). Yo soy otra vez ése, el hombre que le dijo, al despedirse delante de usted en el Flore, que volvería a París en dos años. Voy a volver antes, estaré allá en Noviembre de este año. Y desde ahora pienso, Edith, en el gusto de volverla a encontrar, y al mismo tiempo tengo un poco de miedo de que usted esté ya muy cambiada, sea una parisiense completa, hablando el lenguaje de la ciudad, y los hábitos de la ciudad, y todo eso que yo tendré que ir aprendiendo poco a poco, con cuánto trabajo. Tengo además miedo de que a usted no le divierta la posibilidad de verme, que al contrario le fastidie este recuerdo de Buenos Aires –ya que yo soy un poco Buenos Aires, eso que usted dejo atrás–. Por eso le pido que desde ahora, y se lo pido por escrito porque me es más fácil, que no vaya a crearse problemas de "buena educación" cuando yo la busque en París. Si usted está ya en un orden satisfactorio de cosas, si no necesita usted este pedazo de pasado que soy yo, le pido que me lo diga sin rodeos. ¿Por qué no? Sería mucho peor disimular un aburrimiento.
Si le choca este tono un poco vehemente, le pido perdón. Sobre todo cuando nunca le escribí una sola línea, ni hice nada por comunicarme con usted. La verdad es que deseaba volver, no escribir; arreglar mis cosas para volver a París y allí, un buen día, encontrármela, y seguir siendo buenos camaradas como antes. A usted no le reprocho que no me haya escrito. Me parece perfectamente natural. Demasiado intensamente estará viviendo para dedicarse a las pálidas tareas epistolares. Pero me gustaría que alguna vez se haya acordado de mí, como yo me he acordado mucho aquí, cada vez que el recuerdo de aquel tiempo me volvía como un aire fresco.
Creo que estaré en París en la primera semana de Noviembre. Gané una de las becas del gobierno francés, y probablemente iré a alojarme a la Cité Universitaire. Por lo demás, estoy quemando aquí las naves, y tengo la firme intención de quedarme en París. Algunos amigos que tengo me buscan en estos momentos algún trabajo para completar mi presupuesto (las becas son miserables y no alcanzan para nada); espero que podré irme arreglando.
Querida Edith, no se enoje por esta carta. O si se enoja, que sea un enojo bonito y que pase pronto. Me gustaría que le gustara
(...) En fin, me gustaría verla y que usted esté igualita, y que todavía vaya al Chantecler a escuchar suites de Bach. Me gustaría que siga siendo brusca, complicada, irónica, entusiasta, y que un día yo pueda prestarle otro pulóver o que usted pueda prestármelo a mí –aunque esto último va a ser trágico, porque apenas me va a llegar al estómago.
Querida Edith, no se enoje por esta carta. O si se enoja, que sea un enojo bonito y que pase pronto. Me gustaría que le gustara –vea como repito las palabras, y eso que mi maestra de quinto grado se mataba corrigiéndome el vocabulario y enseñándome sinónimos–, me agradaría que le agradara alguno de mis cuentos. Si usted ya no está en la dirección donde le mando mi carta, y con todo se la hacen llegar, ¿será buena y me mandará su dirección para que yo, una tarde, lleno de alegría, pueda...? (¡Suspenso! Lo que quiero decir es que no me gustaría encontrar la casa vacía, o que usted se mudó a Burdeos, o a Lyon, o que vive en la tour d’Olivier de Clisson, que tanto me gusta). ¿Verdad que me va a mandar su dirección, si ha cambiado?
Edith, hasta dentro de poco, con el mucho afecto de...
Julio
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