Lo mismo, al mismo tiempo
A las 5 de la mañana la ciudad parece otra cosa. No es aquello a lo que la gente se acostumbró porque no había opción. Es un blanco bien oscuro, compacto; incluso parece algo que puede acariciarse. No es cierto, pero parece. Es una masa que cambia con el peso de las manos que la toquen y entonces se puede creer que aquello que se quiere en unas horas va a suceder. El engaño del vacío.
En ese momento de las calles, viajo hacia el trabajo y formo parte del blanco liso y hay días en que le creo eso de las posibilidades y hay otros, no pocos, en que la sensación es de asfixia y por ello pienso qué bueno sería poder ser otra persona. Y así viajo.
Veo al remisero que me lleva al diario e intento ser él, fingir ese superpoder, y pienso que aún no amaneció pero hace mucho que estoy despierto, que resta manejar por horas, que la casa está sola cuando regreso y que debería hacerle caso al médico que me dijo que es tiempo de comer sano y dejar las frituras aunque qué difícil, cómo no tentarse. Y cuando dejo de imitarlo pienso que él mira por la ventana y ve a la mujer que corre en medio de esta oscuridad blanquecina, por los alrededores de unos lagos que brillan, y hace lo mismo que yo y se mete en su cabeza. En ese instante se carga con todo lo que ella debe hacer en el día: despertar a sus hijos para que vayan al colegio, hacerles el desayuno, llevarlos, llegar hasta su oficina –si es que trabaja en su oficina o no, trabaja en su casa, limpiando, cocinando–, y luego ir a buscarlos, controlar los cuadernos y montar la cena como si fuera un placer –y conseguir que coman brócoli–, perseguirlos por la casa para que se duchen y convencerlos de que hay que irse a dormir, sin mencionar la parte de que hay que hacerlo para hacerlo todo de vuelta, otra vez.
Entonces la mujer (el remisero, yo) sigue corriendo y ve al sereno de un edificio e imagina que es él y dice qué pesadas las horas por la madrugada cuando lo único que se debe hacer es mirar vehículos que pasan en medio de una soledad abrasiva que descascara el cuerpo. Y se pregunta si esto le sucederá solo a él o es compartido con esos cuerpos que están sentados en halls de edificios mientras sobre sus cabezas la gente descansa y ellos tienen la obligación de mantener los ojos abiertos. Y es con esos ojos que el sereno (la mujer, el remisero, yo) ve pasar a un colectivo con tres pasajeros y se enfoca en un joven que apoya su cabeza contra la ventana y espera que el chofer conduzca hasta el lugar en que deberá bajar para arrancar otro día, quizá una clase de facultad, quizá un trabajo de supermercado donde su tarea es subir cajas, abrir cajas, acomodar cajas, y que se cuestiona cansado si esta rutina será la de siempre.
¿Quién más se sentirá como él (el sereno, la mujer, el remisero, yo)? Tal vez el camionero que observa a unos metros, a punto de subir a la autopista, que mientras conduce analiza que hace mucho que no está en pareja o que está en pareja pero mal porque quién puede sostener el amor en el tiempo y en la distancia que imponen oficios como estos en que hoy dormimos juntos, pero mañana no, y cuando llego, llego cansado, no tengo ganas de hablar, y así los lunes, los martes, las semanas. Y el camionero (el joven, el sereno, la mujer, el remisero, yo) continúa con la idea hasta que mira al costado un edificio con pocos pisos iluminados y en medio de esa luz a una única persona, parada, sin hacer más que eso y no puede evitar querer sentirse ella y buscar en su vida lo que le falta aunque al hacerlo se dé cuenta de que es igual.
Ahí está la persona (el camionero, el joven, el sereno, la mujer, el remisero, yo), frente a una madrugada que ofrece todas las horas, pero que promete nada. Ahí está y asume que hoy no va a ser el día. Todos, cada uno, lo mismo, al mismo tiempo.