Lo mejor de ambos mundos
Cuando Julio Cortázar publicó Rayuela el 28 de junio de 1963 tenía la esperanza de que la novela, como le había dicho a un amigo por carta, fuera “una bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana”. El libro generó efectivamente una enorme sacudida (hizo “boom”) pero, sobre todo, consolidó un cambio interno que el propio Cortázar había anticipado con la escritura, años antes, de un relato largo llamado “El perseguidor”. Fue más que un cambio de piel. Hay, según confesara él mismo, un Cortázar antes de “El perseguidor” y otro después. Y hoy, a sesenta años de distancia, los lectores se siguen debatiendo cuál de ellos es el que pervive mejor.
La historia sería más o menos así: Cortázar publica su primer libro de cuentos, Bestiario, en 1951, cuando ya tiene un pie en el barco que lo llevará a París, ciudad en la que vivirá desde entonces. A pesar de que el volumen incluye textos hoy célebres como “Casa tomada”, “Carta a una señorita en París” y “Circe”, vende 65 ejemplares y apenas llama la atención. Tanto es así que Final del juego, aquel segundo libro de “Torito”, “Axolotl” y “La noche boca arriba”, aparece en 1956 en México y se publicará en Buenos Aires recién en 1964, después del estallido de Rayuela. Esta primera etapa, que podríamos definir como la del Cortázar autor de relatos de corte fantástico, se cierra con Las armas secretas, de 1959, que contiene “El perseguidor” y edita Francisco “Paco” Porrúa en la editorial Sudamericana. Los cuentos de Todos los fuegos el fuego, de 1966, ya tienen otro cariz, que se advertirá en libros posteriores.
En el medio, claro, está Rayuela, esa novela total que transformará tanto su literatura (62/Modelo para armar, Último round y Libro de Manuel son posteriores) como su aspecto físico: el delicado Cortázar de pelo corto, mejillas afeitadas, traje y corbata dejará paso al gigante de pelo largo, barba rojiza, pantalones acampanados y camisas verdeoliva. El ascético traductor de Poe y de la Unesco abdicará, como aquel personaje de la novela de Stevenson, en favor de su doble, el escritor comprometido que descubre el poder liberador de la política y el sexo y se involucra en las causas del Tercer Mundo.
Estamos, ni más ni menos, que en la convulsionada década del 60. Y Cortázar, un escritor que ha pasado los 50 años, es quien, sin buscarlo, les ofrece a muchos jóvenes en Latinoamérica una novela que se convertirá en una suerte de modelo para experimentar el amor, el arte, la amistad, la vida bohemia: “Para mi gran sorpresa yo pensé, cuando terminé Rayuela, que había escrito un libro de un hombre de mi edad para lectores de mi edad. La gran maravilla fue que ese libro cuando se publicó en la Argentina y se conoció en toda América Latina encontró sus lectores en los jóvenes, en quienes yo no había pensado jamás al escribir. Me parece una recompensa maravillosa y sigue siendo para mí la justificación del libro”. Cortázar ya no es aquel mero escritor de literatura fantástica. Se ha quitado de encima la sombra de Borges, ocupa el centro de la escena, cuenta con un amplio público lector. La transmutación se ha consumado.
Pero volvamos al comienzo. Si desde la aparición de Rayuela hay un quiebre en la obra de Cortázar, ¿cuál es la parte de su literatura que ha envejecido mejor? Muchos devotos de sus cuentos aseguran no haber podido volver a Rayuela sin sonrojarse. Y los fanáticos de la novela creen que algunos relatos, sobre todo los que dependen de la sorpresa final, pierden efecto con cada lectura. ¿Y si no existe una sola respuesta? ¿Podemos acaso evitar la encrucijada que el propio Cortázar diseñó para nosotros, sus lectores? Por mi parte, me quedo con lo mejor de ambos mundos: Rayuela es una novela hermosa para leer siendo joven; y algunos de sus primeros relatos, cuatro o cinco, están entre los mejores que se han escrito en el siglo XX.
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