Lo malo como bueno
La escena en la película la tiene a ella en primer plano. La puerta apenas abierta, su pelo corto y desprolijo, los ojos del color del agua, la boca, el lunar a centímetros, las ganas de dejarlo entrar pero no, mejor no. Él habla desde el otro lado, en más de un sentido. La barba blanca, el cabello y las canas, la piel en partes, calmo, ronco, prolijo, tan hermoso. ¿Siempre fue así de hermoso? Es un tira y afloja de segundos. Amoroso. Una súplica. Él, Jeff Bridges, el músico de country algo gastado Bad Blake en el film Loco corazón, quiere una nueva oportunidad y ella, Maggie Gyllenhaal, Jean Craddock en la ficción, que lo quiere, le dice que no. Que mejor no volver, no más besos, nada de nada. Él insiste y enumera pequeñas victorias y en ese momento confesional ella, periodista y madre, lo dice: “That is good, Bad (para los subtítulos en la pantalla: “Eso es bueno, Malo”). Y ahí quedan, por casualidad o no, al alcance de cualquiera, esas dos palabras estampadas en el aire. El bien, quién sabe qué es; y el mal, también incierto y acá este hombre, que se hace llamar Malo por imposición o como escudo o para que se sepa con anterioridad. Para que no haya reclamos. Y sin embargo entonces y para ella, la voz como una miel, no es eso, es lo lindo, el deseo, casi un grito de euforia.
No es la única en hacerlo. Es mucha la gente que desarma, corrompe, desangra el lenguaje para convencerse. De lo que sea. Yo lo hago, antes de manera inconsciente pero quizá ahora convencida, luego de esta escena, de escucharla a ella en ropa de entrecasa, tan precisa. Me gusta romper palabras, separarlas de su significado primero (suelo, por ejemplo, decir “alta” de forma no física o medible, darle esa característica a aquello sin estatura como una comida, una tarde, una fiesta; me gusta decir alta fiesta para decir gran).
Pero el quiebre que más uso es el que permite el término “mal”. Digo mal todo el tiempo y de varias maneras. Lo digo para decir bueno. Aunque ni siquiera, es para calificar algo de extremadamente bueno, adecuado, atinado, espectacular. Casi perfecto. Digo mal no como error ni como daño ni desgracia ni enfermedad. Digo mal en lugar de un montón o de por supuesto o incluso para dar la razón. Por un sí rotundo.
“Te odio mal”, le dije el otro día a un compañero mientras me contaba que se va a ir de viaje a Europa en unos meses. Y si bien no lo odio, menos aún lo odio de manera equivocada. De hecho, mi odio sería pertinente. Por eso digo mal, porque es lo correcto.
Recuerdo una vez una conversación con mi madre. Ella, más de 70, no habla como lo hago yo y un día estábamos charlando sobre dos hermanos que además eran gemelos y le dije algo así como: “Pero no es que son parecidos, son gemelos mal” y con la frase intenté marcar que eran idénticos, que en el nivel de exactitud estaban al máximo, en la cima. Ella me respondió: “¿Cómo se es gemelos bien?” y se rio en su tono de pequeño reproche.
No sé quién fue la primera persona que hizo esto de usar mal como lo uso yo, que lo empleo más en una acepción positiva o de cantidad que en la otra, la que define la Real Academia Española. No me puedo figurar tampoco el recorrido hasta la masificación, pero sé que no soy la única y que es generacional. Si divago, pienso que puede ser un reclamo, un banderazo colectivo de esos que lastiman la garganta de la impotencia. Si me permito divagar, me convenzo de que cambiamos el significado de mal porque estamos cansados. Es una puerta para creer que los días también se construyen con la voz. Una luz tenue. Un intento incansable de torcer un rumbo que parece irreversible. Una nueva chance de lograr lo que no se puede, de dar vuelta la cosa aunque la cosa nos arrastre una vez y de nuevo a un mismo lugar.
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