
Llegó la hora de la escultura
Con obras de Sibellino y Curatella Manes, en MNBA otorga un merecido espacio a esta expresión relegada de las artes plásticas
Ofuscada, casi sepultada por la prodigalidad pictórica, la escultura es la relegada Cenicienta de las artes plásticas, solo superada en su postergación por la más antigua de las expresiones: el grabado. El Museo Nacional de Bellas Artes inicia con la muestra Curatella Manes y Sibellino: maestros de la escultura moderna una reparación necesaria, acorde con el relato curatorial instrumentado por la flamante gestión del MNBA. Más allá del ejercicio histórico que la muestra implica, cabe conjeturar la proyección a futuro, ya que en el siglo XX la escultura argentina tomó cauces creadores inéditos, aún no valorados como el aporte más singular del arte argentino.
Antonio Sibellino (Buenos Aires, 1891-1960) y Pablo Curatella Manes (La Plata, 1891-1962) afrontaron el desafío de apropiarse de un lenguaje expresivo milenario que tuvo en las primeras décadas del siglo XX una renovación radical. La nula tradición vernácula, el imperioso imán del canon europeo y su transformación en obra personal fueron cargas gravitatorias en los dos artistas. Por distintas razones fueron ajenos al encargo celebratorio y conmemorativo de la historia oficial, pedagogía del monumento público que consagró a tantos artistas.
Hombres de su tiempo, Curatella y Sibellino buscaron en Europa la formación que los habilitara. La revelación fue doble. Buscando las raíces clásicas, recibieron tanto el impacto de poéticas innovadoras ya consagradas (Auguste Rodin, Antoine Bourdelle) como el radical relevo del cubismo y la abstracción. No es un dato menor que los maestros franceses sentaran precedente en el patrimonio cultural porteño. Gracias a intendentes y presidentes ilustrados, Buenos Aires cuenta con un acervo escultórico y monumental notable.
Sibellino y Curatella tomaron la antorcha de la modernidad. La asimilación de los estímulos y aprendizajes fue ardua, y la inserción en nuestro medio no careció de rechazos. Esta nueva sensibilidad se expresaba en formas antiacadémicas, aunque retenía datos identificatorios de lo visivo. Pero esta persistencia de la representación estaba subordinada a la autonomía plástica de la obra escultórica.
La afinidad entre los dos artistas es central en la proposición curatorial de María José Herrera. Marca también la idiosincrasia personal de los maestros. En Sibellino palpita una energía que podría calificarse de romántica si desatendemos las preceptivas de estilo. Hay arrojo y audacia en la síntesis de dos obras maestras: Mujer con sombrero y Mujer con sombrero de pluma . No hay idealización ni respaldos mitológicos. Son mujeres de su tiempo, vestidas y tocadas según la moda de los años veinte. Los ejes de cada escultura se articulan definidos y sutiles, valores que se confirman en los bajorrelieves ( Salida del sol , Crepúsculo ).
En Curatella Manes, las demandas de la profesión se agravaron por su condición de diplomático. Miguel Ocampo, quien compartió dificultades y profesión, recordaba las infinitas vicisitudes de un "escultor errante", con frecuencia obligado a trabajar en cuartos de hotel. Esto tal vez gravitó en su técnica de modelado y en la dimensión de sus obras.
De estas limitaciones, Curatella hizo ejercicio de maestría en el tratamiento del yeso. La forma modelada en barro, preservada por el pase al yeso, previo al posterior vaciado en bronce, estaba muy mediatizada para el escultor. Solo accedió a la fundición tras el abandono de la trashumancia de diplomático y su instalación en Buenos Aires. La solidez plástica protagoniza Mujer con tapado de abrigo , El hombre del contrabajo y la infinita espacialidad de Las tres gracias (1933). La superficie de los volúmenes retiene prodigiosamente la pulsión de las yemas que modelan la forma.
El valor de la muestra se suma al repertorio museístico ofrecido por el MNBA, que integra junto a Las armas de la pintura (1852-1870) , Orígenes de la fotografía en la Argentina y Signos de existencia .Ofuscada, casi sepulta por la prodigalidad pictórica, la escultura es la relegada Cenicienta de las artes plásticas, postergación solo superada por la más antigua de las expresiones, el grabado. El Museo Nacional de Bellas Artes inicia con la muestra Curatella Manes y Sibellino-Maestros de la escultura moderna una reparación necesaria, acorde con el relato curatorial instrumentado por la flamante gestión del MNBA. Más allá del ejercicio histórico que la muestra implica, cabe conjeturar la proyección a futuro ya que en el siglo XX la escultura argentina tomó cauces creadores inéditos, aún no valorados como el aporte más singular del arte argentino.
Antonio Sibellino (Buenos Aires, 1891-1960) y Pablo Curatella Manes (La Plata, 1891-1962) afrontaron el desafío de apropiarse de un lenguaje expresivo milenario que tuvo en las primeras décadas del siglo XX una renovación radical. La nula tradición vernácula, el imperioso imán del canon europeo y su metabolización en obra personal fueron cargas gravitantes en los dos artistas. Por distintas razones fueron ajenos al encargo celebratorio y conmemorativo de la historia oficial, esa pedagogía del monumento público que hizo padecer y consagró a tantos artistas hasta que el comitente estatal optó por la módica intervención de escultores de oficio sin enjundia estética.
Hombres de su tiempo, Curatella y Sibellino buscaron en Europa la formación que los habilitara. La revelación fue doble. Buscando las raíces clásicas, recibieron al mismo tiempo el impacto conmovedor de poéticas innovadoras, pero ya consagradas (Auguste Rodin, Antoine Bourdelle) y el radical relevo del cubismo y la abstracción. No es un dato menor que los maestros franceses sentaran precedentes memorables en el patrimonio cultural argentino. Gracias a la sensibilidad de intendentes y presidentes ilustrados, Buenos Aires cuenta con un acervo escultórico y monumental de notable coherencia y significación artística.
Sibellino y Curatella tomaron la antorcha de la modernidad, deseosos de que alumbrara un capítulo nuevo en la historia argentina. La metabolización de los estímulos y aprendizajes fue ardua, laboriosa, y la inserción en nuestro medio no careció de incomprensiones y rechazos. Esta nueva sensibilidad se expresaba en formas antiacadémicas, aunque retenían datos identificatorios de lo visivo. Pero esta persistencia de la representación estaba subordinada a la autonomía plástica, autosuficiente, de la obra escultórica.
La afinidad entre los dos artistas es central en la proposición curatorial de María José Herrera, responsable de la muestra. Marca también la idiosincrasia personal de los maestros que se transfiere a su labor sin disolver el vínculo en común. En Sibellino palpita una energía que bien podría calificarse de romántica si desatendemos las preceptivas de estilo. Hay arrojo y audacia en la síntesis gallarda de dos obras maestras: Mujer con sombrero y Mujer con sombrero de pluma. No hay idealización ni respaldos mitológicos. Son mujeres de su tiempo, vestidas y tocadas según la moda de los años veinte. En una se adivina la amazona, jinete que afronta el viento que hace ondular la solapa de la chaqueta, el ala del sombrero que deja escapar guedejas. El detalle indumentario es parte constitutiva de la concepción plástica. Otro matiz audaz condimenta la audacia de la Mujer con sombrero de pluma. El perfil de la modelo hiende el espacio como una proa y no es proeza menor dar entidad plástica al airón que corona el sombrero que da título a la obra. Los ejes de cada escultura se articulan definidos y sutiles. Estos valores se confirman en los bajorrelieves (Salida del sol, Crepúsculo).
En Pablo Curatella Manes las demandas de la profesión se agravaron por su condición de diplomático. Miguel Ocampo, que compartió dificultades y profesión, recordaba las infinitas vicisitudes de un "escultor errante", con frecuencia obligado a trabajar en cuartos de hotel. Estas condiciones tal vez gravitaron en su técnica de modelado, mediadora de la tradición renacentista inserta en su peculiar visión de la sensibilidad moderna. Incidieron estas circunstancias en la dimensión de sus obras. Pero de estas limitaciones, Curatella hizo ejercicio de maestría en el tratamiento del yeso. La forma modelada en barro, preservada por el pase al yeso, previo al posterior vaciado en bronce, estaba muy mediatizado para Curatella. De hecho solo accedió a la fundición tras el abandono de la trashumancia de diplomático y la definitiva instalación en Buenos Aires. La solidez plástica protagoniza Mujer con tapado de abrigo, El hombre del contrabajo y la infinita espacialidad de Las tres gracias (1933). La superficie de los volúmenes retiene prodigiosamente la pulsión de las yemas que modelan la forma. Esta lección de maestría se prolongó en las primeras obras del rosarino Lucio Fontana (Joven mirando al río) antes que Italia reclamara como propio al creador del espacialismo.
El valor específico de la muestra se suma al relato museístico que integra junto a Las armas de la pintura (1852-1870), Orígenes de la fotografía en la Argentina (Ayerza, Witcomb, Paillet) y Signos de existencia ofrecida por el MNBA. La propuesta concita el interés del público vernáculo y de los turistas que en varios idiomas disfrutan del lenguaje universal de las artes plásticas, aunque se desorienten por la falta de información personalizada de las muestras permanentes y temporarias o sobre el difícil acceso al guardarropa, los sanitarios, la biblioteca, la tienda de regalos y la librería (relegados a virtuales catacumbas) y señalización de planos de evacuación del edificio. Estas informaciones deben ser visibles y accesibles en castellano y otros idiomas.
FICHA.