Literatura. Los ritos masculinos, según Selva Almada
En sus historias, la tierra habla; y así se narra un cauce de agua, la forma del viento, el monte. Y no por humanizados, sino porque en los libros de Selva Almada la naturaleza es algo que se escucha. Forma parte de los personajes, de la lengua. Para esta entrerriana nacida en Villa Elisa, Entre Ríos (1973), que estudió en Paraná y se instaló en Buenos Aires, donde vive desde hace veinte años, sus mundos de ficción echan raíz en la geografía del Litoral. Su nombre empezó a sonar fuerte a partir de El viento que arrasa (2012). Llamó la atención y circuló en un de boca en boca que sumó ediciones a esa primera tirada de la novela. Luego llegaría Ladrilleros. Con este nuevo libro, No es un río (Random House, 2020), se completa el sentido de una trilogía. Aunque no se emparenta con los dos anteriores en cuanto a trama y seguimiento de personajes, sí lo hace al poner la lupa en ese mundo de tres hombres –y la pesca– que se cruzan con otros y aparece la violencia. También, la traición. Se trata de Almada, y el tono se instala desde la primera oración.
Como en los mundos que cuenta, hay naturaleza acá y allá. Entonces, Selva le dedica el libro a Grillo. Vive en Flores, pero como la casa pedía una refacción, la cuarentena la encontró en otro hogar rodeada de aún más verdes, en un pueblo cercano a La Plata. En esa casa del mientras tanto terminó de escribir este último libro. Ahí, en su escritorio todo vidrio hacia afuera, pudo ver "el momento exacto en que una hoja se desprendía del árbol y caía", dice. Le encanta vivir en la ciudad, pero no se había dado cuenta de que "todos estos años me hacía falta volver a vincularme con eso". Porque Selva es mesopotámica, está atravesada por ríos, verdores, la humedad propia del Litoral que respira en su oralidad, en esas últimas sílabas aspiradas de alguna palabra. Músicas de la lengua, distintas; como los montes, según sus libros. En No es un río, personaje y territorio son uno y otro, el mismo: "Cruzando nomás la calle empieza el monte. Lo conoce como a la palma de su mano. Como no conoce ni conoció a ninguna persona". Y apenas avanza la acción, se lee: "Un viento se mete justo entre los árboles y está todo tan callado por la hora que el rumor de las hojas crece como la respiración de un animal enorme. Oye cómo respira. Un bufido. Las ramas se mueven como costillas, inflándose y desinflándose con el aire que se mete en las entrañas".
En El viento que arrasa, otra descripción que podría ser una espesura natural, una condición emocional, el mismísimo inconsciente, es contada así: "Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, si no de mucho más adentro, de las entrañas, podría decirse. El olor de la humedad del suelo debajo de los excrementos de los animales, del microcosmos que palpita debajo de las bostas: semillitas, insectos diminutos y los escorpiones azules, dueños y señores de ese pedacito de suelo umbrío". Libros que leyó Lai, como llama al escritor Alberto Laiseca, con quien hizo taller 17 años. "En realidad, 15 en su taller –dice Almada–, los otros dos fueron los dos últimos antes de morir". Su maestro le dejó un concepto clave: paciencia para escribir. El sentido del trabajo. Así fue como ya tenía escrito buena parte del libro y volvió a reescribirlo, porque no lo sentía. Hasta que apareció la voz. Esa que el libro tiene.
¿Por qué elementos sentís que con este libro se armó una trilogía?
Apareció la idea de la trilogía cuando empecé a escribir esta novela. No es que dije, bueno, voy a escribir tres novelas. El viento y Ladrilleros las unía, pero con lazos un poco más débiles por el tema de los protagonistas masculinos y el universo que traían esos personajes. Cuando empecé a escribir esta, otra vez eran hombres que iban a pescar y que había un amigo muerto. La pesca es una actividad netamente masculina, sobre todo en los pueblos. En el interior es casi como un rito que los hombres se vayan solos a pescar, que los padres lleven a los hijos varones. Ahí dije, esta es otra novela donde ingresa el mundo de la masculinidad, escribo esta y después empiezo a pensar que aparezcan otras cosas. La verdad es que una nunca sabe qué es lo próximo que va a escribir, pero sí me parecía que estas tres estaban emparentadas. Ambientadas en la geografía de litoral, tenían en común no solo que había protagonistas masculinos, sino también que los conflictos que aparecían eran típicos del mundo masculino, más que de las mujeres.
Las mujeres quedan afuera de esos rituales.
Es así. Mi padre iba a pescar. Siempre. También iban los padres de mis amigas, no era algo extravagante, pero a mí me llamaba la atención por qué mi padre podía ausentarse de la casa tres o cuatro noches solo, con otros hombres, y nosotros quedarnos en casa con mi madre. Después, mi mamá no hacía eso con sus amigas, era una salida que solo se le permitía a los hombres y no había un equivalente con las mujeres. Me daba curiosidad. Además, los amigos con los que iba a pescar mi papá no era gente que nosotros conociéramos. Mi hermano no iba, pero era habitual que llevaran a los varones de la casa. Yo pensaba cómo sería mi padre ahí, ¿qué harían, de qué hablarían?
¿Y qué pensabas?
Eso, qué harían además de pescar. A veces venían sin pescados, porque no pescaban nada. Los preparativos eran llevar alcohol, carne para un asado. ¿Para qué la llevaban si iban a pescar? Eran cosas que a mí me daban mucha curiosidad. Después, mi marido, en otra generación, se supone más deconstruida, sigue yendo a pescar y hace lo mismo, pero con más plata. Entonces el alcohol es mejor, y en vez de llevar falda para asar compran un cordero. Como algo que se lleva un poco en el ADN.
En tus libros, la naturaleza es casi un personaje más.
Sí, creo que eso de algún modo las une. En Ladrilleros, siento que el paisaje no actúa con la misma fuerza como en El viento y en ésta: la naturaleza se convierte un poco en la geografía del río, del monte, al mismo nivel que los personajes humanos. De hecho, comparten rasgos. En un pasaje de Ladrilleros, un personaje evoca una vez que fue a pescar con su padre y con un tío, cuando era niño, a una isla de Entre Ríos. Ahí ingresaba ese paisaje con rasgos medio paradisíacos, algo que él nunca había visto antes y podría haber ocurrido en la isla donde transcurre No es un río. Fue medio sin querer. Después vino esta isla de la última novela, más centrada en el río y la pesca.
Las cosechas
Están los títulos de esta trilogía. También, Chicas muertas –postulada al premio Rodolfo Walsh en la Semana Negra de Gijón–, El desapego es una manera de querernos y El mono en el remolino. Notas del rodaje de Zama de Lucrecia Martel. En 2019 ganó el First Book Award, Feria Internacional del Libro de Edimburgo, por El viento que arrasa. Recientemente, el Premio Democracia 2020 en categoría ficción. Eso es lo cosechado. Y está también la siembra de palabras como chicotazo, Zaranden, gurí. Lo que dicen los personajes: "Qué vá á"; "Este hijunagranputa me envenenó el perro"; "Guarda la chuza"; "Qué pechas, vos, eh"; "Jedía fiero". Resulta curioso pensar cómo esas formas de lo coloquial quedan escritas en esas otras lenguas a la que su obra es traducida.
En tus libros hay una fuerte marca de la oralidad, ¿es algo buscado o aparece?
A principio, en uno de los primeros libros que publiqué con relatos autobiográficos, aparecían algunas de esas cosas de la oralidad. No les había prestado especialmente atención. Era como más espontáneo. Estuve muchos años en el taller de Laiseca y él me hizo dar cuenta de ese tipo de cosas, algo que había que seguir trabajando ahí con la construcción de una voz. No esta novela, aunque la había empezado hace muchos años, Lai sí llegó a leer las primeras escenas. Es decir que todo lo que yo escribí pasó por los ojos de Lai. El me hizo dar cuenta de que en lo que yo escribía había algo para seguir escarbando. El trabajo de la lengua oral o la tonada ya aparece en los libros anteriores. Un poco él me abrió el ojo, detectó antes que yo eso que buscamos cuando escribimos.
¿Por qué pusiste la cámara en algo que no suele hablarse, las traiciones masculinas?
Creo que tenemos muchas ideas equivocadas acerca del mundo masculino. Sobre todo las mujeres, así como ellos están llenos de ideas falsas sobre nosotras. Esto de pensar que los hombres son básicos y simples, capaz que sea así en el mundo real, pero en mis novelas me gusta que haya complejidad. Entonces esos varones pueden ser básicos en que todos ejercen violencia sobre el otro o la naturaleza. Esta cosa de avasallar –que es muy propia del hombre– y hacerlo en grupo. Aguirre, un personaje que me encanta, puede ser un violento y también cuida a su hermana loca. Como que los personajes puedan tener muchas capas. Que no sea tan fácil sacarles la ficha.
¿Pudiste escribir en cuarentena?
No. Tampoco me preocupa ni me quita el sueño. Esta novela se publicó rápido. La terminé a fines de febrero. Creo que tiene que haber un poco de silencio entre un libro y otro. Tampoco es que tengo tantas cosas para decir. Así que no me preocupa. Es un poco la fantasía que teníamos todos cuando empezó la cuarentena de que íbamos a escribir todo el tiempo. Escribo antes de sentarme a escribir. En el sentido de que cuando estoy trabajando en algo estoy pensando mucho en eso y después me siento algunas horas a la semana. No me preocupa no estar escribiendo. Ahora estoy trabajando en un proyecto de guion con un amigo. Pero eso es otro tipo de escritura.
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