Literatura como una casa
Podemos llamarlas modas, o pensarlas como variaciones en la cotización de la bolsa de valores literaria. En los 80, a la salida de la dictadura militar, lo que predominó fue el realismo y cierta relevancia del testimonio. En los 90 el mapa se dividió entre la experimentación y el costumbrismo. Desde mediados del 2000 se impuso la escritura autobiográfica y su consecuencia, la denominada “literatura del yo”. Y en los últimos años asistimos al desembarco de lo que podríamos llamar una “literatura temática”, que es la forma en que la agenda social y política logró penetrar en la ficción de la peor manera: convirtiendo a sus tramas en temas.
Tematizar tiene una ventaja: logra hacer de los libros una mercancía fácilmente reconocible (es decir, vendible), eliminando su carácter abierto e inestable, propiedades que permiten diferenciar a una novela de, digamos, un yogurt. Y así es como hoy tenemos una literatura sobre la maternidad (o la paternidad), una literatura sobre abusos y violencias, una literatura ecológica, una literatura que da cuenta de la lucha feminista. Son mareas que van y vienen. La culpa no es de los lectores, claro, ni de los editores, que de alguna manera deben ganarse la vida, sino de los autores que se entregan a satisfacer estas demandas. ¿Cómo podríamos aplicar esta taxonomía a algunos de nuestros más grandes escritores? ¿Borges, una literatura metafísica? ¿Arlt y una literatura del complot? ¿Puig o una literatura del chisme?
El chileno Roberto Bolaño, probablemente el autor más leído de la literatura en castellano entre fines del siglo XX y principios del XXI, supo mantenerse al margen de estos vaivenes. No sabemos qué hubiera opinado de la situación actual: su temprana muerte en 2003, de la que se cumplen veinte años, lo convirtió en mito. Los libros de Bolaño, curiosamente, fueron considerados una “literatura de escritores”, ya que muchos de sus personajes escriben, o son poetas, o asisten a talleres literarios. No es extraño: para él mismo parecía no haber cosas más importantes que leer y escribir.
Diez años atrás el Centro Cultural Recoleta montó la muestra Archivo Bolaño: 1977-2003, en la que se exhibieron miles de páginas originales, objetos, libretas, cartas y borradores, muchos de los cuales con el tiempo se convirtieron en obra póstuma publicada. El lugar de la exhibición, la sala Julio Cortázar, le hubiera gustado mucho al escritor chileno, que poco antes de morir, en diciembre de 2002, pronunció una conferencia titulada “Derivas de la pesada”, publicada en el libro de ensayos Entre paréntesis.
En aquel texto, Bolaño hablaba de que por entonces la literatura argentina exhibía “tres puntos de referencia” que a su vez eran reacciones a la influencia de Borges: Osvaldo Soriano, Roberto Arlt y Osvaldo Lamborghini. Y creando una categorización propia, la de la literatura como una casa, sostuvo: “Arlt, que como escritor es el mejor de los tres, es el sótano, y Soriano es un jarrón en la habitación de invitados, Lamborghini es una cajita que está puesta sobre una alacena en el sótano. Si uno abre la cajita, lo que encuentra en su interior es el infierno”.
Siguiendo su abordaje arquitectónico, ¿qué lugar ocupa él dentro del campo literario? ¿Qué habitación sería? Yo creo que la respuesta está en una de las fotos que le tomaron en su casa de Blanes: sentado al escritorio, frente a la computadora, rodeado de papeles y colillas de cigarrillos, siempre a punto de escribir (y no en pose de escritor), imaginando que cada día puede ser el último, que la muerte le muerde los talones, que lo único que no le sobra es tiempo. Bolaño, entonces, un escritor cuya lectura procura placer y a la vez ganas de escribir, no podría ser otra cosa que… un escritorio. El cuarto propio de Virginia Woolf. En tiempos así hay que releer a Bolaño, otra vez. Urgentemente.
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