¿Leer primero la novela en que se basa una gran pieza cinematográfica y después ver la película o seguir el camino inverso? Toda obra es siempre única, pero los ecos entre narración e imágenes no dejan de alimentar la imaginación
¿Qué hilo invisible une Doctor Zhivago (1965), de David Lean, con A pleno sol, de René Clément (1960)? ¿Y qué Lo que queda del día (1993), de James Ivory, con Sin lugar para los débiles (2007), de los hermanos Coen? La respuesta es simple: nada, sino que las cuatro películas están basadas en novelas que, al momento de ser convertidas en imágenes, ya tenían sobre las espaldas su buen número de lectores. La obra de Boris Pasternak –contrabandeado el manuscrito fuera de la URSS y publicada en Italia en 1957– había sacudido el equilibrio de la Guerra Fría; el policial de Patricia Highsmith colocó en escena a un psicópata cautivador que dejaría su marca en la literatura; la ficción de Ishiguro presentaba una exploración irónica de la psique de clase inglesa; el relato de Cormac McCarthy era un western contemporáneo, frenético e inclasificable.
La disyuntiva sobre la conveniencia de leer el libro o ver la película es ficticia, a condición de que el uno o la otra no sean tan mediocres que cancelen automáticamente el dilema
La disyuntiva sobre la conveniencia de leer el libro o ver la película es ficticia, a condición de que el uno o la otra no sean tan mediocres que cancelen automáticamente el dilema. En los casos mencionados, quien leyó y después vio –o vio y después leyó, como ocurre con más frecuencia– no se habrá visto decepcionado. Los libros son notables y las películas, conscientes de que no son simples subsidiarias de su fuente de inspiración.
Alfred Hitchcock dijo alguna vez –y directores como Roman Polanski lo repetirían– que para hacer una buena película convenía basarse en novelas mediocres: permiten mayores libertades y eliminan las comparaciones con el modelo. Eso no impidió que, además de obras de John Buchan y otros, el maestro del suspenso adaptara The Secret Agent, de Joseph Conrad (que se llamó Sabotage; el título El agente secreto lo reservó para otra de sus películas).
Los lazos entre literatura y película, en todo caso, se volvieron duraderos desde que el pionero D. W. Griffith se dio cuenta de que había una garantía productiva para el cine naciente en las novelas que tan bien había afinado narrativamente el siglo previo. A partir de entonces los vínculos pueden resultar fructíferos, pero a veces son también tortuosos. Una exigua novela de Mario Puzo, que hoy nadie parece recordar, le permitió a Francis Ford Coppola desarrollar una decisiva épica mafiosa (El padrino, por supuesto). A los seguidores de Stephen King, que son legión, no parece molestarles que resulte imposible disociar los rostros de Sissy Spacek o de Jack Nicholson de Carrie y El resplandor, a diferencia de lo que podría suceder con algunos lectores de Vladimir Nabokov (Lolita, de Stanley Kubrick, impuso la imagen de Sue Lyon, aunque el personaje de la novela es bastante menor en edad que la del film).
La ciencia ficción es otro caso revelador de la relación. Parece inverosímil que los libros de Ray Bradbury apenas hayan sido abordados por el cine como se merecen (Fahrenheit 451, de François Truffaut, deja bastante que desear), pero las historias de Philip K. Dick –un escritor más desordenado, pero lleno de ideas– son reapropiadas a destajo, a veces a traición. El mejor ejemplo es Blade Runner (1982), que conserva pocos elementos de la novela original, la entretenida ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y trafica como título la de otro autor (William Burroughs).
Podría establecerse una casuística en el ida y vuelta entre libros y películas. Hay narraciones indestructibles, que ya hicieron un largo camino en la literatura: a ningún contemporáneo de Greta Garbo se le hubiera ocurrido que su Ana Karenina (1935) pudiera postergar la lectura del clásico de Tolstoi, del mismo modo que las innumerables adaptaciones de Dickens lejos estuvieron de desplazar los mamotretos del escritor inglés. Algo similar podría decirse entre nosotros del Martín Fierro a que se atrevió Leopoldo Torre Nilsson, que no le sustrajo curiosos al poema narrativo de José Hernández, así como su versión de Los siete locos (1973) tampoco percudió a Robert Arlt.
Gabriel García Márquez se negó, como se sabe, a que se filmara Cien años de soledad. Fue tal vez su astucia para convertirlo en clásico.
Las novelas de Albert Camus fueron influidas por la gramática cinematográfica, pero ni la versión que filmó Luchino Visconti de El extranjero (con Marcello Mastroianni como Meursault) ni la de La peste, de Luis Puenzo (una adaptación alegórica más contemporánea), amenazaron la apreciación directa de esas obras. Los libros siguen siendo más leídos que los films vistos.
Gabriel García Márquez se negó, como se sabe, a que se filmara Cien años de soledad. Fue tal vez su astucia para convertirlo en clásico. El lapso de tiempo transcurrido desde su publicación en 1967 y la enorme cantidad de lectores que fue recolectando el libro probablemente le permitieron decantar en el imaginario colectivo sin imágenes sobreimpuestas, algo que la estampa actoral de los Buendía que haya seleccionado Netflix (ahora que sí se está filmando) difícilmente logre torcer. También el recientemente fallecido Carlos Ruiz Zafón (tan adorador del cine que se fue a vivir a Los Ángeles) rechazó que se filmara La sombra del viento, a pesar de que su prosa, tan distinta de los barroquismos del colombiano, parece modelada para una fácil traducción en imágenes.
Shakespeare, en cambio, por acudir a un clásico que fue llevado a la pantalla grande una y otra vez, tiene la ventaja de los dramaturgos. Sus obras fueron escritas para ser representadas y no permiten comparaciones. Cada puesta teatral es una interpretación del soporte ideado por el isabelino. Eso permite que las versiones vayan de un Hamlet tradicional (el de Mel Gibson, de 1990) y las recargadas imágenes de La tempestad infligidas por Peter Greenaway en Prospero’s Books (1991) a las alusiones al Tercer Reich en Ricardo III, de Richard Loncraine (1996), o los Montescos y Capuletos de Verona Beach perpetrados por Baz Luhrmann (1996) en su versión kitsch de Romeo y Julieta. Shakespeare es, en términos cinematográficos, gloriosamente camaleónico.
Hay una categoría de películas singular: las que son leales al libro sabiendo que se convertirán en algo distinto. Zama, la novela de Antonio Di Benedetto, comienza con una descripción inolvidable: el cadáver de un mono flotando en el río. En su versión de Zama, Lucrecia Martel elude esa imagen de alto valor simbólico, y coloca otra, igual de intrigante: un frenético cardumen de peces bajo el agua.
Hay libros dignos que tambalean ante su versión fílmica:Being there, de Jerzy Kosinski, parece haber sido fagocitada por Desde el jardín (tal vez haya culpar de ello al gran Peter Sellers). Otros, que resisten con orgullosa indiferencia:The Go-Between (1953), de L. P. Hartley, con su narración clásica y nostálgica, no pierde nada de su encanto frente a la estupenda El mensajero del amor (1971), de Joseph Losey.
Los libros que superan el trauma de una recreación importante merecen ser leídos una y otra vez. La naranja mecánica (1971), de Kubrick, es más espectacular que la novela de Anthony Burgess, pero la violencia del nadsat (esa inventada jerga medio rusa en que está hecho el libro) tiene la gracia verbal de lo que solo puede lucir por escrito. Tampoco el tono de Nick Carraway, que narra la historia de El gran Gatsby, puede ser reproducido en todo su alcance por la película de 1974 que dirigió Jack Clayton, por mucho que Robert Redford compense la nostalgia con el porte de su Gatsby.
Un caso límite es La muerte en Venecia, de Thomas Mann, nouvelle fundamental de comienzos de siglo XX, que el italiano Visconti alteró con algunas pinceladas que resultaron clave: el escritor Gustav von Aschenbach, que en el libro es un autor de nota, deviene compositor, lo que permite asociarlo a Gustav Mahler y darle al film una banda sonora de la que la narración de Mann, claro está, carece. Los planos del joven y bello Tadzio, que tanto obnubila al protagonista, recuerdan que una imagen puede ser a veces –no siempre– más eficaz que su descripción verbal.
Julio Cortázar (del que se filmaron Circe o El perseguidor) quedó, por su parte, extrañamente asociado a una película clave del siglo XX: Blow Up (1966), de Michelangelo Antonioni, se basa supuestamente en su cuento "Las babas del diablo". El relato del argentino es un tour de force que se narra desde algún limbo indefinible, lleno de nubes. El director toma el núcleo del argumento (en un parque un fotógrafo capta con su cámara una escena en apariencia inconveniente) para pasear la historia a través de un Swinging London tan desconcertante como el mundo cortazariano, pero del que difiere de manera sustancial.
Los libros complejos pueden inspirar también películas que invitan a conocerlos . Volker Schlöndorff se animó parcialmente a Marcel Proust en Un amor de Swann (con Jeremy Irons y Ornella Mutti), pero el franco-chileno Raoul Ruiz fue más original: su versión de El tiempo recobrado, el último tomo de En busca del tiempo perdido, les da sentido cinematográfico a algunos de los mecanismos sensibles que ponen a funcionar los recuerdos del protagonista.
Ulises, de James Joyce, libro fundamental de la vanguardia modernista, es, con todo su arsenal de recursos literarios, un libro que a priori no convendría filmar. Tuvo su versión, sin embargo, ejecutada en 1967 por Joseph Strick, que –como la propia novela en su momento– debió enfrentar la censura. He ahí una película que, si se lograra conseguir, cualquier lector maniático querría ver.
Como desquite, se puede echar mano de Berlin Alexanderplatz. La novela de Alfred Döblin –que suele ser señalada por su ambición y ambiente urbano como el doble alemán del libro de Joyce– fue la base para una de las obras más logradas de la historia del cine. Rainer Werner Fassbinder –al que le gustaba identificarse con el protagonista Franz Biberkopf, un ladrón y marginal– realizó su versión en celuloide, pero para televisión, obligado por las casi dieciséis horas que terminó durando. Lo singular –como hizo notar Susan Sontag– es la devota fidelidad con que Fassbinder sigue el original. Libro y película son obras maestras individuales, pero que se comunican. Conviene entregarse asombrados a la doble experiencia –la de leer y ver– sabiendo que en este caso, por una vez, el orden de los factores no altera el producto.
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