¿Bombo Ávalos está vivo? Esa pregunta, que remite a un guerrillero mítico del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), empuja a Mario Santucho a volver física, mental y emocionalmente a Santa Lucía, un pueblito de Tucumán. Viajó hasta allí para rastrearlo, pero en esa búsqueda analizó –con una prosa despojada y desprejuiciada– la historia reciente, pensó el futuro y, sobre todo, se hizo muchas preguntas. Bombo, el reaparecido, entre la investigación periodística y el análisis sociológico, puede leerse casi como un policial negro suturado con el hilo que une la política con la violencia.
Tal vez, uno de los elementos más revulsivos de la historia en la que escarba Santucho sea que su personaje fue llevado a ese punto donde los revolucionarios se doblan y se convierten en colaboradores del enemigo. "Si hubo miembros de las clases medias y pudientes que se entregaron en cuerpo y alma al ideal colectivo, que por su convencimiento ideológico ocuparon lugares de dirección en las organizaciones revolucionarias, y aun así fueron quebrados por la tortura, ¿por qué alguien plebeyo y más bien inculto se inmolaría por la causa?", se pregunta Santucho.
Allí deja trazado un pequeño mapa de esta historia que pivota sobre el Bombo Ávalos, que antes de cumplir 18 años se enroló en el ERP y se sumó a la mítica Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez. Ahí se convirtió en el teniente Armando, uno de los combatientes más escurridizos, que finalmente fue secuestrado en 1976 y nunca más se supo de él. Pero en 2013, algunos –dicen– lo volvieron a ver por el pueblo.
En ese momento, el lector apenas comenzará a darse cuenta de que empezó a morder el anzuelo. Para cuando pueda entender el juego del autor, habrá entrado y salido del monte espeso donde se movió la guerrilla en los 70, se habrá topado con un agente de inteligencia que ayudó a derruir al ERP y se estará preguntando qué pasó con esos militantes políticos nacidos en el fondo de la olla social. En ese momento, estará en el final del libro, y habrá protagonizado un viaje acelerado de Tucumán a una barriada pobre del conurbano con un final que tensa todos los músculos.
Una de las preguntas que vuelve una y otra vez es sobre el destino de esos militantes revolucionarios surgidos de las capas más humildes de la sociedad. Porque si algo tiene de diferente este libro es que habla de ellos. Se mete en la tierra de los ingenios azucareros y de esos pueblos que crecieron gracias a esas cañas dulzonas. Allí se gestó una parte de la historia del ERP, que comandó Mario Roberto, padre del autor, de quien posiblemente se esperaba un texto con trompetas de fondo y tono de epopeya guevarista. Pero ese texto, por suerte (y mérito del autor), no es este.
Santucho utiliza el libro para abordar (y revisar) su propia historia en el más amplio de los sentidos: nació en Buenos Aires, pero creció en Cuba, donde se exilió junto a una parte de su familia –su padre y su madre, Liliana Delfino, están desaparecidos–, y regresó para continuar su vida aquí. Y, posiblemente, por el camino que le tocó recorrer eligió pararse en un lugar diferente del esperado para repensar aquellos años en los que la lucha armada era una opción y preguntar (y preguntarse) por estos días en los que las armas siguen desparramadas por ahí, pero empuñadas por otros, de otra manera, con otros intereses y objetivos.
"El problema es la violencia. Y su espinosa relación con la política. La violencia que ya fue, es decir, la lucha armada. La que persiste pese a los esfuerzos de barrerla bajo la alfombra. La que vendrá y no sabemos cómo", analiza casi en el final. La frase llega apenas después de presentar una foto de un barrio del conurbano profundo, que muestra –como una piña en la boca– qué dejó esa sucesión de políticas neoliberales que comenzaron con el último golpe de Estado. Y la pregunta que lo empujó a escribir vuelve una vez más: ¿Bombo está vivo?
Pablo Waisberg
LA NACIONTemas
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