Campo del Cielo es una localidad del sudeste chaqueño donde, hace unos 4.000 años, cayó una andanada de meteoritos metálicos que selló la suerte del lugar como centro de excursiones científicas y plaza turística.
La lluvia proveniente del espacio, como no podía ser de otra manera, también disparó una serie de relatos mitológicos. Mariano Quirós (Resistencia, 1979), en los cuentos de Campo del Cielo, parte de estas singulares señas particulares y crea un clima de extrañeza y perturbación que, quién sabe, quizás emana de los restos –hoy prolijamente presentados para los visitantes– de aquella intromisión sideral en los asuntos de la Tierra.
En su anterior libro, la formidable novela Una casa junto al Tragadero, Quirós también describe una dimensión fantástica y febril. La naturaleza exuberante de la selva y el calor son los elementos salientes de ese espacio donde todo se degrada o se pierde y en el que se puede reconocer a los fantasmas porque caminan para atrás. En Campo del Cielo, el registro es más variado: hay historias de locura y otras que bordean el absurdo. Pero siempre resuena una cuerda humorística. Hasta cabe, en algún caso, la comparación con el pulso literario de Roberto Fontanarrosa. Más precisamente en "El boxeador y su extraterrestre": un apático deportista local, en lugar de aplicarse a golpear al adversario, prefiere recibir los puñetazos porque lo ponen en un trance que le permite ver a un extraterrestre.
En el centro de todo están los meteoritos, atributo que le da vida a un pueblo insignificante y anodino. "La entrada a Campo del Cielo fue confusa, entre otras cosas porque en el pueblo no había un alma. Las casas todas muy feas y cerradas me provocaron resquemor, la idea de que todo allí era un gran maqueta, pero una maqueta vieja y precaria". Lo dice el narrador de "Tibisai", un forastero cuyas observaciones subrayan la distancia entre el mundo regular y aquel borde polvoriento con leyes incomprensibles. El desenlace disparatado del relato lleva al extremo el contraste.
En torno de los restos metálicos orbitan los personajes, la mayoría de los cuales aparecen en varios relatos. Son la población estable, mínima, de este páramo donde, entre el tedio y el sopor de la canícula, se filtran, sin embargo, los hechos que mantienen al lector en estado de perplejidad constante. Una perplejidad sonriente.
El Nene es un niño de conducta imprevisible –algo así como el tonto del pueblo–, que tiene una conexión profunda y amorosa con los meteoritos. Los abraza ritualmente, para lo cual se desnuda ("Como si se cogiera al meteorito…", narra su padre azorado), y le gusta repetir que se trata de "luces de agua". Hasta aquí, la conexión mística, la influencia sobrenatural. A su vez, en el llano de las cosas pedestres, Campo del Cielo inspira pequeñas oportunidades en torno a su célebre parque. Unos chicos piensan en venderles sánguches de tatú a los turistas y un actor prepara su bautismo de fuego disfrazado de meteorito.
En el arco esotérico, no falta la sombra amenazante del chupacabras, ni los indicios (truchos) de la presencia extraterrestre, otro clásico del cielo abierto en la Argentina profunda.
De todos modos, antes que los enigmas de la naturaleza y el espacio exterior, lo que se impone como una realidad alterada es el inventario del pueblo. La cantora (del pueblo) que desafina en sus maratónicos recitales con los que anima las reuniones privadas, el artista (del pueblo) al que todos miran con recelo, el boxeador que encarna la módica expectativa de trascendencia deportiva y cuya meta es ser noqueado. En fin, los monstruos domésticos, que no cayeron del cielo. Que fueron forjados por una tierra poco hospitalaria.
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