Leopoldo, mimado heredero de la desdicha
Su madre, la orgullosa cabeza del Imperio británico, le transmitió la hemofilia, como a muchos de sus descendientes diseminados en las cortes de Rusia, Prusia y España. Para preservarlo de riesgos, la soberana se interpuso entre él y el mundo.
EL príncipe Leopoldo, duque de Albany, fue el menos conocido, el más inteligente y el más desventurado de los cuatro hijos varones de la reina Victoria. Nació en 1853 y murió en 1884, víctima de la hemofilia, esa enfermedad genética incurable que impide la coagulación sanguínea y convierte en peligro mortal hasta una magulladura o rasguño leves.
Ese mal hereditario se transmite por vía materna (las mujeres son inmunes a sus síntomas) y ataca a los hijos varones en forma aleatoria. La reina Victoria era portadora. Charlotte Zeepvat, la autora de esta biografía bien documentada, conmovedora y amena ( Prince Leopold: The Untold Story of Queen Victoria´s Youngest Son ) da a entender que el duque de Kent, hijo del rey Jorge III y padre de Victoria, implantó en ella la mutación genética. La había engendrado a los 50 años, lo cual, supuestamente, habría aumentado el riesgo.
El resultado fue catastrófico. Tres de las cinco hijas de Victoria transmitieron la enfermedad a las casas reales de Rusia, Prusia y España, y ella misma tuvo un hijo hemofílico. "Es un niño muy poco agraciado", escribió su madre cuando Leopold tenía 5 años. "Camina de un modo espantoso y es terriblemente torpe: sigue sosteniéndose muy mal", apuntó un año después. Qué cruel descripción de un pequeñuelo que sufría agudos dolores cada vez que se golpeaba jugando atolondradamente en el cuarto de los niños.
No se vislumbraba una cura y eran pocos los paliativos. Los tajos sangrantes se presionaban y, a veces, se cauterizaban; en caso de magulladura o hemorragia interna, se imponía el reposo, se entablillaba el miembro lesionado y se administraba morfina con parquedad. Leopold tenía apenas 8 años cuando la muerte del príncipe consorte le quitó al progenitor más comprensivo. Una reina enloquecida exigió que él y sus hermanos compartieran su mortaja de dolor. Desde entonces, la risa fue una forastera en Windsor, Osborne y Balmoral.
Con refinada crueldad, Victoria designó criado personal de su hijo discapacitado a Archie, el hermano truculento y grosero de su propio criado John Brown. "Ese demonio de Archie -se quejaba Leopold- de día no hace más que burlarse de mí y ser impertinente conmigo; de noche, no hace nada por mí (...) ni siquiera me alcanza mi orinal." Cuando su ayo rogó que reemplazaran al criado, fue el ayo quien cayó en desgracia y debió marcharse. A ojos de la reina Victoria, ningún montañés de Escocia podía obrar mal.
Leopoldo opuso una resistencia valiente y tenaz. Al cabo de muchos reveses, ganó la batalla por su ingreso como estudiante en Christ Church, Oxford. Su madre insistió, empero, en que lo confinaran en su propia residencia y le negaran toda reunión jovial, salvo cenas decorosas con profesores barbicanos.
Aun así, Leopold logró trabar una amistad duradera con Ruskin y ser fotografiado por Lewis Carroll. Además, hablaba francés, alemán e italiano, sabía latín y griego, era versado en Shakespeare y tocaba varios instrumentos musicales. El conflicto más amargo de sus años adultos surgió cuando la reina decidió nombrarlo su amanuense confidencial. Eso sí, los asuntos de Estado ella los manejaba por intermedio de sir Henry Ponsonby, su experto secretario privado. Leo nunca podía ser más que un escribiente que copiaba su correspondencia interminable o hacía pequeños recados entre sus ministros. Tal era, por cierto, su intención. Era comprensible que esa madre angustiada, abrumada de responsabilidades, quisiera tener a su hijo a su lado, tanto para apartarlo de las travesuras (con todo, él se las ingenió para tener una aventura con una de sus damas de compañía) como para preservar su mala salud.
El annus mirabilis de Leopold advino en 1881: obtuvo la mano de la hermosa y vivaz princesa Elena de Waldeck y Pyrmont y el título de duque de Albany, creado para él, con la condición de que no viviera corriendo rumbo a la Cámara de los Lores. También se abocó a varios emprendimientos culturales y filantrópicos. Hasta que una mañana de la primavera de 1884, en Cannes, resbaló sobre un piso embaldosado. Murió a las pocas horas; para unos, de hemorragia interna, para otros, de un ataque epiléptico.
Vale la pena añadir dos apostillas -una afrentosa, trágica la otra- a la biografía de Zeepvat. Leopold falleció el 24 de marzo, sobre el cierre del año fiscal. No obstante, el Gobierno de Gladstone retuvo a su viuda el subsidio para gastos, presupuestado y autorizado, por los doce meses que Leopold no había llegado a completar por tan escaso margen. Casi un siglo después, su hija, la princesa Alice, temblaba de indignación al relatarme esta viñeta del oportunismo truhanesco del Tesoro. Alice, casada con el conde de Athlone, hermano de la reina María, murió a los 98 años habiendo gozado siempre de robusta salud física y mental. Pero también ella resultó ser portadora de la hemofilia. Su hijo, el vizconde Trematon, sufrió un accidente automovilístico a los 20 años; murió desangrándose por unas heridas a las que habría sobrevivido la mayoría de los hombres jóvenes.
La historia venera a su abuela, la reina Victoria, como la Matrona de Europa; eso no quita que haya sido también su azote involuntario.