
Leopoldo Marechal
La figura del autor de El banquete de Severo Arcángelo fue en ciertas épocas muy controvertida por su adhesión al justicialismo durante la primera etapa del gobierno peronista, en la que llegó a ser director general de Cultura. Pero su producción siempre recibió una aprobación unánime, especialmente las poesías y la novela Adán Buenosayres. Ahora, la editorial Perfil publicará sus Obras completas. En estas páginas se dan a conocer textos casi desconocidos, nunca recogidos en libros, que forman parte de la edición mencionada
Las
herramientas
de la
Patria
CUANDO un país vive las horas genéticas de su destino, todas las actividades que contribuyen a esa inmensa "promoción de la Patria" tienen un común denominador que signa y une a los hombres lanzados a la empresa; y ese común denominador está en todos los factores de la Patria, desde un martillo a una sinfonía. Los organizadores de la última exposición de máquinas y herramientas argentinas tuvieron sin duda esta noción cuando nos invitaron a visitar esa muestra en sus instalaciones de Palermo. Estábamos, entre otros, Ernesto Sabato, Antonio Berni, Alberto Ginastera, Astor Piazzola, el profesor Jorge Sabato y yo: las ciencias, las artes y las técnicas que representábamos nos unió allá en una sola conciencia, la del quehacer nacional. Y todos nos entusiasmamos como niños adultos: niños en esta infancia de la Patria, y adultos en la meditación de su destino.
Por mi parte, no era ciertamente ajeno a la visión de aquellas maquinarias ni al uso de aquellas herramientas. Mi padre, Alberto Marechal, fue un mecánico de excepción: toda máquina nueva se le presentaba como un desafío a su ingenio, y toda máquina enferma como una solicitud a su arte de curar los humildes robots de principios de siglo. Fue gracias a su habilidad que, pese a nuestra digna pobreza, tuve yo en mi niñez los juguetes más insólitos, los manomóviles más raudos, los más certeros fusiles de aire comprimido y los patines más voladores, obra de sus manos inquietas y de su invención que no dormía. Yo, un niño de diez años, lo ayudaba tanto en aquellas maquinaciones ingeniosas cuanto en la reparación de relojes, máquinas de coser y otros artefactos de los vecinos, a que mi padre se daba gratuitamente por amor del arte y de sus prójimos. Al mismo tiempo, su afición a las técnicas nacientes introdujo en el hogar la primera cámara fotográfica con su laboratorio de revelación, el primer fonógrafo a cilindros que conoció el barrio y la primera instalación eléctrica que sucedió al gas. Cuando el primer aviador francés que llegó al país hizo en Longchamps una exhibición de vuelo en su máquina de varillas y telas, mi padre y yo asistimos a ese milagro de volar cien metros, a cuarenta de altura; y regresamos de Longchamps con un entusiasmo que nos convirtió en aeromodelistas. Construimos entonces una miniatura de biplano con su hélice, y mi padre se desveló en el problema de darle motores. Le falló un mecanismo de reloj: era excesivamente pesado. E inventó al fin un sistema de gomas de honda retorcidas, que al desenrollarse nos ofreció un despegue insuficiente pero consolador.
Fue la exposición de máquinas y herramientas la que suscitó en mí esta serie de recuerdos infantiles; y me pregunté allá si los ingenieros de aquellas máquinas y los fabricantes de aquellas herramientas no serían los sucesores lógicos de mi padre, aquel oscuro y genial mecánico de Villa Crespo.
Pero durante la visita, mis evocaciones continuaban en aquel orden de ideas: yo siempre fui un desvelado espía de los hechos nacientes que iban relacionándose con la Patria. Cuando realicé mi primer viaje a Europa, lo hice en un barco alemán de clase única y naturalmente bajo el pabellón de aquel país. Yo tenía veinticinco años; y durante toda la navegación, adaptándome a los usos, alimentos y costumbres germánicos, me pregunté si alguna vez me sería dado cruzar los mares bajo el pabellón nacional y entre hombres y cosas argentinos. Más tarde, la creación de nuestra flota de ultramar satisfizo aquel deseo de mi juventud. Pero una nueva inquietud se apoderó entonces de mí: si viajaba yo bajo los colores azul y blanco de mi patria, el buque donde lo hacía era de construcción extranjera. Y al punto soñé con los futuros astilleros nacionales, instalados junto a nuestro río y nuestro mar, donde mis compatriotas armarían las grandes naves de nuestra expansión marítima.
Me digo aún que si es lícito y necesario "comprar" al extranjero nuestras maquinarias de la paz y la guerra, sería más lógico, y más de hombres, que las fabricáramos nosotros. El mejor obrero es el que maneja una herramienta de su propia factura, y el mejor soldado es el que esgrime un arma templada por él mismo.
Aquella tarde, en las grandes instalaciones de Palermo, y llevado por mis nunca silenciosas inquietudes, le pregunté a un técnico que nos acompañaba si la construcción y lanzamiento de un vehículo espacial argentino entraba en lo posible. Y me contestó, abarcando con sus ojos las criaturas de metal que llenaban el recinto: "Aquí están ya todos los elementos necesarios a esa obra".
(Este texto, datado en 1968, no fue publicado nunca en forma completa.)
Carta
a Eduardo Mallea
QUERIDO Eduardo: recién concluyo la lectura de tu libro, y quiero comunicarte algunas impresiones, ahora mismo, viviendo aún en la atmósfera de tu trabajo. Desde luego, no me parece fácil hablar serenamente de tu Historia de una pasión argentina: es la historia de una pasión, referida con el lenguaje de la pasión, vale decir, es un idioma que solicita y consigue la "compasión" del lector más que su sentimiento especulativo. En ese terreno, el de la pasión compartida, estoy a tu lado, y lo estarán seguramente todos aquellos lectores (no sé si abundan) que sufren actualmente lo que podríamos llamar "la pena metafísica de ser argentinos". Y recuerdo ahora dos versos míos, pertenecientes a una de mis Odas , los cuales tienen el valor de una correspondencia: "La patria es un dolor que aún no tiene bautismo: / sobre tu carne pesa como un recién nacido".
Lenguaje de pasión es el tuyo. pensamiento sí, pero exclamado y en son de grito. Y recordando ahora otras páginas tuyas en las cuales, al hablar de América, la definías como un continente que no ha logrado aún su expresión, se me ocurre pensar que cuando América inicie su discurso también lo hará en un idioma exclamado, como corresponde a todo aquel que habla al fin, tras un largo y doloroso silencio.
Una pasión argentina. Ese vocablo "pasión" usa en tu obra su sentido literal de "padecimiento". Padecer la Argentina de hoy, llevarla como una herida en el costado, tal es tu historia y quizá la de muchos argentinos. Porque sé, como tú, que hay actualmente dos clases de argentinos: los que asisten al país, desde afuera, como quien asiste a un banquete monstruo, y los que lo sufren en sí mismos, con dolores de parto; aquellos que todo lo exigen del país, y aquellos que todo lo dan, sin recompensa. ¿Sin recompensa? No. Cada una de estas dos clases sirve en el país a un señor distinto y obtiene el salario propio de su servicio y de su señor; y si nuestro salario es la soledad, el suspiro del alma y la congoja, es porque servimos a un señor que gusta manifestarse entre las lágrimas de sus servidores.
Durante la lectura de tu libro he realizado una observación muy significativa: el tema de la pasión se desdobla en ti frecuentemente, de modo tal que se nos ofrece, ya como tu pasión a causa del país, ya como tu pasión a causa de ti mismo. Digo que se desdobla (y aquí está lo arriesgado de la observación) porque en el fondo ambas pasiones concurren en una sola pasión indivisible, en una pasión de dos caras, tal como si la Argentina cuyo nacimiento soñamos estuviera géstandose en el interior de los que la padecemos, y tal como si el desenlace de su "agonía" (en el sentido de lucha interior) dependiera del resultado de nuestra propia agonía. Y ahora me parece claro lo que dije recién, al hablar de los que llevan el país en sí con dolores de parto.
Tu historia es la historia de un alma, y por lo tanto es la historia de un despertar, como la mía; como la de todos los despiertos: Dante despierta una vez, espiritualmente, y se halla en la selva oscura. Desde la infancia (un niño mirando las arenas) ¡qué largo sueño! Desde la infancia (un niño frente al mar) ¡qué largo viaje! Y de pronto uno despierta en la noche: ¡el alma se nos ha vuelto nocturna! De pronto el alma se detiene (¡qué largo viaje!), ya no quiere seguir; y empieza entonces a girar sobre sí misma, estudiándose y llorándose. Algo bueno está sucediéndole, sin duda, puesto que abandona el movimiento local de los cuerpos y asume ahora el movimiento circular de las almas; y si ahora gira sobre sí misma es porque ha encontrado su propio eje. Querido Eduardo, no quiero aclarar estas palabras necesariamente oscuras: tú las entenderás, y eso me basta. Lo que podemos afirmar en lenguaje directo es que nuestra Argentina irá levantándose a medida que crezca el número de los despiertos, entre los dormidos, y el de los "sobrios", entre los "ebrios".
¿Haremos un país a nuestra imagen y semejanza? Entonces, a esta Argentina que nos rodea, le exigiremos lo que nos hemos exigido a nosotros mismos: nos hemos despojado lo bastante como para entrever el color de nuestras almas, y es necesario que el país se desnude mucho para encontrar el de la suya. ¿Cómo? En tu libro hablas del dolor y elogias la exaltación de la vida severa; pero ¿bastará que se produzca el milagro en un archipiélago de almas argentinas? ¿No sería ello una realización insular, incomunicable a ese todo que es un pueblo? En otra parte de tu libro te refieres al pueblo y a su "capacidad de dolor", pero esa capacidad es una virtud "en potencia", y sería necesario que los acontecimientos la pusieran en acto vivo. El pueblo, como pueblo, no saldrá en busca del dolor, y si lo encuentra en sí mismo será porque una vibración colectiva lo ha puesto en acto. ¿Es posible que ocurra? Sólo sé responder lo siguiente: hay pueblos que tienen misión y que parecen destinados a llevar la voz cantante de la historia, sufriéndola en sí mismos y creándola: pues bien, a esa clase de pueblos no les ha faltado nunca la prueba del dolor vivificante, y ese dolor puede llevar muchos nombres, algunos aborrecimientos, pero su nombre verdadero sólo es conocido de Aquel que llamamos Unico Señor de la Historia. Falta preguntarse ahora: ¿será el nuestro un país de misión? Yo creo que sí: la mía es una fe y una esperanza, nada más, pero es mucho. Sólo cuando el país entero vibre y se exalte en la unidad de un solo acorde que sea música de sí mismo y vibración de su alma, sólo entonces nuestro país será una gran provincia de la tierra. ¿Le pides, además, una superación de sí mismo y un rapto de sí mismo hacia las últimas fronteras de lo humano? ¡Cuidado! Porque entonces la Argentina ya no será tan sólo una gran provincia de la tierra, sino, además, una gran provincia del cielo.
Querido Eduardo, querías dialogar con tus lectores, y he dicho mi parte, a fuer de honrado interlocutor. Hay otras observaciones interesantes en tu libro: aquella de que nuestro país debe reintegrarse a una línea espiritual que ya tuvo y que perdió luego, me parece digna de ser estudiada con mayor amplitud. Ya lo harás otra vez, y dialogaremos nuevamente. Hasta entonces recibe los plácemes sinceros y el abrazo de tu amigo.
La poesía lírica: lo
autóctono
y lo foráneo
YO diría que el arte se logra íntegramente cuando, al mismo tiempo, y sin incurrir por ello en contradicción alguna, se ahonda en lo autóctono y trasciende a lo universal. Por ejemplo: no hay duda de que el sentimiento de la muerte, cantado por un poeta griego, un poeta inglés, un poeta hindú y un poeta argentino, se diversifica en matices ineluctables, matices que provienen de lo autóctono, de paisajes, caras, liturgias y ánimos diferentes. Pero tal sentimiento se identifica en los cuatro poetas, mediante aquellos efectos que la presencia o la meditación de la muerte suscita en todos los hombres, vale decir, mediante aquello que la muerte tiene de universal.
Hace poco tiempo, durante una corta residencia en España, comprobé que el más conocido y gustado de mis poemas es el que yo dediqué "A un domador de caballos". Inspirado en la figura del domador pampeano y construido con elementos puramente autóctonos, ese poema trasciende, sin embargo, a lo universal, mediante la identificación de ese tipo humano con todos aquellos otros que, en distintas latitudes y pertenecientes a distintas razas, exaltan el gesto penitencial del trabajo y refirman, a la vez, el imperio que Dios concedió al hombre sobre toda criatura inferior, y sobre la cual el hombre debe imprimir constantemente su sello. Un poema de extensión universal. Sin embargo, el poeta español Gerardo Diego ha dicho que ese poema "sólo podía ser escrito por un argentino". Y, a mi entender, es el mayor elogio que he recibido en mi vida.
Con todo, es posible alcanzar un grado más alto aún, en la proyección de lo autóctono sobre lo universal. Y es cuando el alma de un pueblo se manifiesta en las obras de su arte sin recurrir a elementos folclóricos o a temas nacionales. Por ejemplo: no he visto pintura más española que una naturaleza muerta de Zurbarán, en la cual aparecían tres granadas maduras dentro de una cesta de mimbre; ni he leído nada tan francés como una tragedia de Racine sobre algún episodio griego, ni nada tan germano como el canto de Koerner "A la espada", o la canción de Pfeffel a "La pipa"; ni he oído nada tan ruso como una obertura de Tchaicovsky sobre un drama de Shakespeare. El día en que pueda reconocerse a un poeta argentino en el elogio abstracto de una rosa, nuestro arte habrá logrado universalizar lo autóctono hasta el grado máximo de sus posibilidades.
Considerar y distinguir estos hechos de natura estética es realizar una labor muy útil en los días revolucionarios que vivimos. Consolidada nuestra soberanía política y lograda nuestra soberanía económica, el problema de la soberanía cultural está debatiéndose ahora en la conciencia de nuestros intelectuales.
Muy cierto es (y nadie puede negar el hecho) que la tiranía de lo foráneo logró muchas veces inducir a nuestro arte en el más grotesco de los mimetismos. Recuerdo, no sin tristeza, que llegamos a tener un Anatole France argentino, un Barrès argentino, un Dostoievsky argentino, y he olvidado cuantos otros productos nacionales con etiqueta extranjera.
[...]
Como reacción contra esa servidumbre de lo foráneo, empezaron a levantar sus voces los coloreados localismos del país. Y el folclore nacional (que había tenido ya sus héroes reivindicatorios, pero que aún dormía en los gabinetes de estudio y en las ediciones costosas, o aguardaba, despierto, en algunos rincones provinciales), asomó entonces a la superficie, como la flor que nace del fondo y se abre sobre la tez del agua.
Recuerdo que yo mismo, en esa época, renunciando a Beethoven, a Debussy y a Brahms, llegué a no tolerar otra música que no fuese la de las chacareras, zambas y gatos que, en versiones fonográficas, oía yo en la soledad de mi estudio; ni lograba otra lectura que la de los cancioneros de Carrizo, o la de los polvorientos legajos folclóricos del Instituto de Literatura Argentina de la Facultad de Filosofía y Letras. Aquello fue una gran cura de autenticidad que muchos realizamos entonces, que muchos realizan ahora, que muchos realizarán mañana. Pero el arte, fiel a sus leyes inmutables, reclama otra vez, reclama hoy, reclamará eternamente su función ecuménica, ese destino de universalidad a que me referí no hace mucho. ¿Cómo lograr la conciliación de lo autóctono (que se daba en el folclore y en el localismo) con la exaltación a lo universal que reclamaba el arte?
[...]
Lo folclórico resulta, pues, una cosa en el orden local de las tradiciones; y resulta otra, en el orden universal del arte. Yo creo que todo se aclara y se armoniza, en lo que atañe al folclore, si lo reducimos a estas tres operaciones:
- Rescatar del olvido las tradiciones nacionales, y estudiarlas y certificarlas en su autenticidad (obra del investigador).
- Devolver al pueblo esas tradiciones, si es que perdieron su vigencia (obra del educador y del difusor).
- Exaltarlas, por el arte, al plano universal de lo trascendente (obra del creador).
De cualquier modo, la posición del artista frente a su pueblo queda sin aclarar aún, bien que la posición de su arte frente a lo universal aparezca ya bastante clara.
[...]
Aproximándome, acaso, a la verdad, yo diría que todo creador manifiesta en la obra, no sólo sus propias virtualidades, sino también las virtualidades creadoras de su pueblo, del cual el sabio y el artista son la expresión concreta, paradigmática, ejemplar. Recuérdense las distintas civilizaciones que se han sucedido en la historia, y se verá cómo los hombres geniales de cada una expresaron el sentir y el pensar de su raza frente a los problemas de este mundo, ya sea en el orden físico, ya en el moral, ya en el filosófico, ya en el político. El pueblo se manifiesta, pues, como creador de cultura, mediante las vocaciones individuales que se dan en su seno y que constituyen verdaderos índices de la posibilidad creadora del mismo pueblo a que pertenecen.
Dentro del conjunto social, los creadores forman una minoría, una elite. La mayoría de los hombres que integran un pueblo entran en el panorama de su cultura sólo como "asimiladores", cada uno en la medida de su receptividad.
Entre la minoría creadora y la mayoría asimiladora debe existir, pues, un contacto efectivo y permanente, una relación que llamaríamos amorosa, gracias a la cual el creador sale de su mundo íntimo para trascender a los otros y lograr un "objetivo humano", y gracias a la cual el asimilador participa de iluminaciones que no está en su naturaleza producir.
Por otra parte, si admitimos que todo creador no sólo manifiesta sus posibilidades individuales, sino también las posibilidades creadoras de su raza, un reconocimiento mutuo y una identificación deben producirse entre el creador, que expresa a su pueblo, y el pueblo, que se siente así expresado.
(Texto leído en el primer ciclo anual de conferencias organizado por la Subsecretaría de Cultura de la Nación, en el Salón de Actos del Museo Mitre, el 23/6/49.)
(c)
La Nación
Pueblo y creador
Los escritos que se publican en estas páginas muestra la preocupación de Marechal por el país, que compartía con otros intelectuales argentinos como EduardoMallea.
El interés de algunos de estos textos radica en el hecho de que hace clara la posición política y estética de Marechal durante el período peronista. El autor habla de la soberanía política y de la soberanía económica (expresiones usadas por el gobierno de entonces) como dos logros consolidados, y agrega que la próxima tarea consiste en debatir la soberanía cultural.
Son muy ilustrativos los párrafos en los que Marechal se refiere a la relación entre la mayoría "asimiladora" y la minoría "creadora", entre el creador como intérprete de su pueblo, y la mayoría, pasiva receptora de iluminaciones que jamás podrá producir. La descripción de ese vínculo, que Marechal no duda en calificar de amoroso, se parece muchísimo a la que conductores europeos entonces recientemente derrotados y suicidados habían establecido entre la masa y sus líderes.
La publicación de las Obras completas de Leopoldo Marechal se hará paulatinamente en cuatro tomos.Primero aparecerá el de poesía, seguido por los de teatro, y los dos de novelas.