Leopoldo Maler en Dominicana: retrospectiva de una vida
El artista argentino, de 86 años, llegó en los años 80 a la isla donde ahora se exhibe una gran muestra que pronto podría verse en el Bellas Artes de Buenos Aires; mientras, con su hijo David filman en Manhattan la etapa neoyorquina de su biografía, la historia de un hombre libre
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SANTO DOMINGO.- A media hora de vuelo de Puerto Rico, República Dominicana es la perla del Caribe. Crece a tasas chinas; tiene un turismo de alta gama anclado en Casa de Campo y en Punta Cana; once millones de habitantes; diez millones de turistas y el ingreso fenomenal de las divisas de los dominicanos radicados en los Estados Unidos. Unos dos millones viven en Nueva York y, como pasa con Cuba por ejemplo, las remesas familiares de dinero son un mandato, una tradición y traccionan la balanza de pagos.
Es una isla “compartida” con Haití, país pobrísimo, devastado por las malas políticas y la corrupción: visto desde el cielo, es una tierra yerma, sin vegetación, con árboles talados por la necesidad y amenazas de terremotos, inundaciones, carteles de drogas, tornados y huracanes. Todos los males juntos. Por contraste, Dominicana se ve como un paraíso verde que produce azúcar, café, chocolate, tabaco y paquetes turísticos. Cristaliza el sueño del all inclusive, más torneo de polo argentino y canchas de golf firmadas por expertos. Créase o no, Santo Domingo tiene un concesionario de Ferrari y otro de Porsche. Todo dicho.
Cuesta moverse en el trafico caótico del mediodía, pero ayuda haber vivido en la isla más de treinta años y conocer el ritmo cansino de los caribeños. “Uno trabaja y cinco miran”, dice el guía al volante. Es Lepoldo Maler (86) artista, argentino, que llegó en los ochenta invitado por la Parson’s de Nueva York para dirigir una escuela de diseño en la tierra de Oscar de la Renta, el más exquisito y elegante modisto neoyorquino de aquellos años. Maler fundó la escuela que se llamó Altos del Chavón y se quedó para siempre. Hasta logró que Pierre Restany, el crítico francés de fama mundial que inventó el Palais de Tokio, fuera docente en el Caribe.
La escuela se cerró, pero Maler siguió su derrotero personalísimo. Vive en La Romana, en un pueblo de 700 almas, vecino de Casa de Campo, del que es arte y parte. Construyó una casa de mil metros, con las suficientes escaleras para que el subir y bajar sea el ejercicio cotidiano que lo mantiene en plena forma. Su amigo y pariente Dudi Libedinsky construyó la casa, donde ha vivido con su único hijo, el prestigioso cineasta David Maler. Hoy, David es una figura en Dominicana, casado con la actriz Nashla Bogaert, con quien se lleva tan bien en la vida como en el set. Los Maler, padre e hijo, están ahora en Manhattan filmando la etapa neoyorquina en la vida de Leopoldo, cuando ganó la Beca Guggenheim y se instaló en el Soho, entre 1977 y 1983.
Artista multimedia, abogado, docente, hombre de mundo y de mar, confía sottovoce que se gastó los ahorros destinados a la casa propia en un barco destartalado al que puso cero kilómetro para cruzar el océano y vivir un año en París, anclado en el Sena, muy cerca del Pont Neuf. Algo que hoy sería imposible. Ese es Leopoldo Maler, genio y figura.
De pronto, el zigzagueo urbano se abre a un oasis verde y llegamos al Museo de Arte Moderno de Santo Domingo, donde se exhibe Heraora, la retrospectiva de los momentos fundamentales de su producción, 45 piezas de seis décadas: pintura, escultura, instalación, video, neón, documentales, una asombrosa selección del artista multimedia, que, si se cumplen los deseos, y el proyecto del director Andrés Duprat, se verá pronto en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires.
Es difícil encontrar la palabra que mejor defina a Leopoldo Maler. ¿Un aventurero, un hippie de buena memoria, un bohemio? Maler es un hombre libre, de los que pueden jactarse de haber hecho en su vida lo que han querido. Graduado de abogado en la UBA, se fue a Londres a trabajar en la BBC con un contrato por tres años y se quedó dieciocho. Alli fue premiado en el Festival de Candem. Ese premio temprano despertó el idilio con el cine. Podría decirse, hasta aquí, que Maler es un artista de una sola obra, de ese capolavoro, difundido y reconocido en todas partes: la máquina de escribir Underwood en llamas; en lugar de palabras un fuego eterno; las palabras queman, pero también se puede jugar con ellas, como el título de la muestra Heraora.
Leopoldo Maler nació en 1937 en Buenos Aires. Formó parte de las huestes del Di Tella e integró ese grupo genial que imaginó y creó La Menesunda, con Marta Minujin y Rubén Santantonín a la cabeza.
“Estábamos Pablo Suárez, David Lamelas, Floreal Amor, Rodolfo Prayón y yo. Marta era el cerebro y a Santantonín se le volaban las ideas. Romero (Brest) quería algo que rompiera los moldes, disruptivo; pero a partir de la vida cotidiana –recuerda Maler-. Y así nació ese laberinto lleno de sorpresas donde había de todo; Menesunda es confusión, mezcla. Era una mezcla explosiva, sin precedente. El primer día había cola para entrar y una curiosidad tremenda. Después bajó la cantidad de público, hasta que salió una nota en las páginas policiales del diario diciendo que en el DiTella “había una cama donde una pareja hacía el amor”. ¡Para qué! Al día siguiente la cola daba vuelta la manzana loca, donde estaba el Di Tella. Más de 30.000 personas en 15 días y la consagración. La Menesunda no era apta para menores de 16 años, personas con claustrofobia, personas con insuficiencia cardíaca, personas con movilidad reducida. A lo largo del labertinto había escaleras, pasillos mínimos y pisos blandos”.
Memorioso el artista trae al presente un momento histórico. Lo de “hacer el amor” era un chiste porque la pareja “alquilada” jugaba el papel de un matrimonio burgués en una noche cualquiera. Cero sexo. A partir de La Menesunda, el Instituto era el lugar de lo nuevo, donde había que estar. Había dinero, libertad y un director con la mente abierta como Romero Brest. Se cerró por las malas razones, pero creció el mito.
De aquel debut ditelliano, arrancó la vocación del artista. El bufete y el título de abogado quedaron en Buenos Aires, y comenzó la vida nómade. Londres, Nueva York, el barco, París, Dominicana. Seis décadas después llega la pregunta de cajón. ¿Cuáles son las obras más importantes de tu vida? Y quedó así:
1) Mi hijo David
2) La instalación Silencio
3) La escultura Los cantos de la encrucijada, en Madrid
4) La performance Metrobolismo
5) El homenaje a la máquina de escribir
6) Mi programa en radio Belgrano, 1974
7) Alpha Mater, obra monumental en la UNSAM
8) La casa de la familia Berney, en Casa de Campo
9) Dirigir la Escuela de Diseño en Altos del Chavón
10) Mi instalación de La última Cena.
Hora de tomar el avión de regreso a Puerto Rico; Leopoldo y David Maler vuelan a Nueva York.
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