Leopoldo Brizuela: "Las obras literarias y los escritores están menospreciados"
Después de seis años, se publica una nueva novela de Leopoldo Brizuela (La Plata, 1963). Por el título, Ensenada. Una memoria (Alfaguara), parece que creara una serie con dos novelas anteriores del autor: Inglaterra. Una fábula, por la que mereció el premio Clarín de Novela en 1999, y Lisboa. Un melodrama, de 2010. "No fue algo buscado, pero componen una especie de trilogía de la forma", sugiere el autor platense. Con Una misma noche, su obra anterior, había ganado el premio Alfaguara de Novela en 2012. Esa historia, como otra ficción más breve del escritor (La locura de Onelli), está ambientada en La Plata, donde Brizuela vive desde hace muchos años. A partir de 2016, trabaja en la Biblioteca Nacional , donde se ocupa de rastrear y rescatar archivos de escritores argentinos por encargo del director de esa institución, Alberto Manguel . Además, prepara un "Pequeño Walsh ilustrado", suerte de diccionario con imágenes, pequeñas historias y anécdotas de María Elena Walsh.
En Ensenada. Una memoria la acción se desplaza a las orillas del Río de la Plata en tiempos de la llamada "Revolución Libertadora", en septiembre de 1955, cuando el segundo gobierno de Juan Domingo Perón empieza a caer bajo la ofensiva militar. La narración se enfoca en las circunstancias de una familia antiperonista en los cuatro días que cambiaron la política nacional de manera drástica y, sobre todo, en el personaje de una niña que prefiere la compañía de los adultos, en especial la de su tía Beba, a la de los chicos de su edad. Vestida de overol y rápida para escabullirse de los mandatos domésticos, el personaje infantil opera como un prisma de hechos privados y sociales, y la novela, como un radar de voces del pasado recuperadas por la escritura del narrador argentino.
–¿Cómo surgió la idea de la novela y por qué elegiste Ensenada para ambientarla?
–Surgió de imágenes que tenía y de relatos que me contaban de chico mis tías y mi madre. Cuando empecé a investigar, un primo me reveló otras historias. Quería unir todas esas imágenes y esas historias de la época peronista desde un punto de vista que me parecía interesante: una familia antiperonista pero, al mismo tiempo, de izquierda o con ideas progresistas. Y había, entre todas esas imágenes, una que me impactaba mucho: cuando Isaac Rojas amenaza con bombardear la destilería de YPF el lunes 16 de septiembre de 1955, la gente tiene que salir corriendo porque ya habían bombardeado Mar del Plata y ven que eso viene en serio. Me impresionaba mucho que mi vieja, así y todo, bajo la lluvia y huyendo de las bombas de Rojas, se hubiera puesto el escudito de la Unión Democrática. Me sorprendió ese nivel de contradicción. ¿Cómo puede ser que llevara en la solapa un escudito por el que la hubieran matado en dos segundos?
–En el cuaderno de bitácora de la novela, que funciona como epílogo, se hace referencia al método que elegiste para escribir.
–Empecé a recuperar un montón de historias, pero lo más impresionante para mí fue recuperar imágenes de los sentidos y, en especial, de la lengua. Quería que cada personaje surgiera con su propio lenguaje de esa época, un lenguaje diferente para cada uno. Porque la nena que tiene ocho o nueve años habla muy distinto del tío Chana, que nació en 1908. Y eso surgió solo, como si hubiera tenido un chip con todas las voces de los muertos. Me dio mucha felicidad. Era como escucharlos de vuelta y como si los tuviera, en serio, en algún lado de la cabeza.
–También se representan costumbres idas para siempre.
–Bueno, sí. Además de las palabras, estaban los tonos, las maneras de hablar. Por ejemplo, el modo de expresar afecto de una persona de principios del siglo XX era diferente. Cuando te quería, un tío te "cachaba", te cargaba, y cuando no te quería te trataba bien. Esas cosas tan de esa época. O el hecho de tratarse de usted entre hermanos. Esas cosas me divertían. Luego pasé la lengua literaria a la lengua hablada.
–¿Cómo fue ese pasaje?
–Lo traducía. Pequeñas sutilezas. Pensar en cómo se insultarían en esos años. "Andá para adentro, desgracia", como dice la abuela. Además, es una novela sobre el silencio. El gran silencio es sobre lo sexual. ¿Cuál es la identidad sexual de la nena? Una amiga me decía que en esos años no se hablaba de nada y la sexualidad no existía. Un chico no tenía la menor idea de lo que estaba sintiendo porque era un tema tabú. Así se complicaban mucho las cosas.
–¿Los lectores pueden descubrir qué hay detrás de esos silencios?
–El lector lo puede averiguar si lee con atención. En ese sentido, me di cuenta también de que la novela es heredera del fantástico. Porque está contada desde el punto de vista de una nena que no entiende nada y que cree entender lo que pasa, pero lo que pasa, en realidad, es completamente diferente. Confunde, por ejemplo, las pastillas de anfetaminas que toma la tía con pastillas de cianuro, como si la tía fuera una heroína de la resistencia. Y así todo.
–Se advierte un trabajo de investigación sobre esos días de 1955.
–Siempre investigo para poder inventar más. No lo tomo como algo que se me imponga porque no soy historiador, pero saber que en esos días llovía me inspira porque me pregunto cómo sería ir de un lado a otro en camiones y cómo se manejaría en el barro. Tuve que sacar millones de cosas de la novela porque, al hablar de personas y de un pueblo que conocí tanto, se fueron juntando. Millones de historias y sensaciones. Eso fue maravilloso. Podría haber seguido escribiéndola muchísimo tiempo más. Después de una primera versión, que hice rápido, escribí quinientas páginas con lo que verdaderamente pasa en la historia, lo que está debajo del iceberg. Nunca publicaré esa versión porque no tiene ningún misterio.
–¿Qué relación tiene tu narrativa con la historia?
–Mis novelas siempre están un poco en los arrabales de los acontecimientos históricos. En Inglaterra es la Primera Guerra Mundial y el genocidio de los indígenas; en Lisboa, la Segunda Guerra y el exilio, y acá es la caída de Perón y el modo en que una familia se va degradando, se va desarmando en esos días y ya no es la misma. También quería imaginar a las mujeres en esa época, qué destinos tenían y hasta qué punto podían inventarse roles nuevos. En las tres novelas, hay un protagonismo de mujeres muy enigmáticas.
–A medida que vas escribiendo y publicando nuevos libros, ¿sos consciente del conjunto de tu obra?
–No. Cada vez se empieza de nuevo. Al mismo tiempo, no empiezo a escribir hasta que no puedo tener una lengua distinta. En Ensenada es la lengua de la gente. Tuvo que ver mucho con la traducción que hice de La casa de los conejos, de Laura Alcoba, que fue como una bomba para mí. Porque, por primera vez, se me permitía traducir a la lengua de la infancia. En esa novela tenía que traducir a un idioma platense, porque Alcoba es de La Plata, y al lenguaje de mi infancia. En Ensenada, profundicé en eso porque trabajé con muchas generaciones, con los italianismos, con todo un resabio de lengua de una cultura que todavía estaba homogeneizándose después de la inmigración.
–¿Mientras estabas escribiendo la novela ya habías empezado a trabajar en la Biblioteca Nacional?
–No. Me acuerdo de que estaba en París y había hecho una primera versión y la corregía. Para mí es una felicidad enorme corregir, mucho más que escribir. Porque uno no está ansioso con si te va a salir o no y entonces vas bordando, encontrando nuevas formas. Me entusiasmaba encontrar toda una ¿poética? No, un repertorio de imágenes, de cosas típicas. Eso está en la obra de Arnaldo Calveyra y en la de Haroldo Conti. Porque Ensenada es una ciudad de río, un pueblo de río. Pero es muy especial, porque tiene petróleo. Y está en la obra de Horacio Castillo, otro poeta, que fue alumno de mi vieja. Castillo nunca escribió sobre Ensenada, pero después me explicó cifradamente sus poemas griegos, que se suponen pasan en Grecia pero en realidad el paisaje es de Ensenada.
–¿Te afectan las discusiones y polémicas políticas que hubo en todos estos años de la grieta?
–Sí, claro. Y a quién no. Ahora está intensificada por la situación política y la corrupción. No se puede hablar de un montón de cosas, ni sentir. Pero en la literatura uno se lo permite. A mí me interesa, aunque no sea deliberado, que un peronista acérrimo vea a esta familia, que es muy "gorila" en un sentido, y comprenda que no son monstruos, y al revés. No son personajes esquemáticos. Con Una misma noche, también me pasó. Era muy inquietante; algunos me decían que era una novela muy kirchnerista y otros, que criticaba la política de derechos humanos de los Kirchner. Y yo nunca había pensado en ninguna de las dos cosas.
–¿Cómo sigue tu trabajo en la Biblioteca Nacional al rescate de archivos de escritores?
–Va muy bien. Después de escribir, es el trabajo que más felicidad me dio y fui realmente feliz en el sentido de que todo lo que yo había sido y sabía estaba puesto al servicio de algo. Todo lo que había conocido, todo lo que era, todo lo que sabía, todos los amigos que había tenido, todo eso me servía para llegar a las casas donde estaban esos archivos. En general son deudos los que me abren la puerta, en parte porque soy un escritor. Y en una época en la que el escritor está tan ninguneado y menospreciado me hacía muy bien eso. Y me hacía sentir súper útil porque estaba trayendo a la Biblioteca Nacional materiales que, de otra manera, se hubieran perdido. Es estrictamente así: si no hubiéramos ido a rescatar el archivo de Abelardo Arias o el de Oscar Hermes Villordo, quizás se hubieran perdido.
–¿Por qué decís que los escritores están ninguneados o menospreciados?
–Porque así lo creo. El artista, en general, y la obra literaria están muy menospreciados. No se sabe hablar de un libro: se habla de todo lo que está alrededor. Hay como un terror a hablar del libro, si está bien o está mal, y se habla solo de las circunstancias del autor. En general basta que un autor haya tenido determinada experiencia para que se hable de ese libro, pero nunca te dicen si vale la pena leer el libro o no.
–¿Y por qué pasa eso?
–El saber del escritor ya se ha olvidado y nadie se anima a meterse con una novela en los términos de la forma. Es eso. Se ha perdido ese saber.
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