Leila Guerriero: “No conozco mucha gente más segura y fuerte que Bruno Gelber”
Máquina del tiempo. En 1992 tenés 25 años, sos licenciada en Turismo, pero no ejercés y algo te impulsa a escribir un cuento, "Kilómetro cero", y a mandarlo a Página/12, dirigido entonces por Jorge Lanata. ¿Qué creés que vio Lanata en ese cuento, que terminaría siendo tu ingreso en el periodismo profesional?
Me lo he preguntado [piensa]. Va a sonar pomposo lo que te digo, pero supongo que lo primero que habrá visto es un carácter, una voz fuerte. Le debe de haber llamado la atención que esa voz fuerte fuera de una persona desconocida para él y para todo el mundo. Yo no había publicado nunca. Y supongo que vio también algo de un realismo sucio, muy sórdido, que probablemente no estaba asociado en ese momento con la voz de una mujer.
Quiero tomar dos cosas que dijiste: "una voz fuerte" y el adjetivo "sucio".
Voz fuerte es, por ejemplo, la de Clarice Lispector, una voz plantada en la página con contundencia y sin autocomplacencia. La protagonista del cuento del que hablamos tenía que huir, huir y huir, y creo que el carácter se veía porque no había una mirada de victimización ni complacencia. Quizás en aquel momento (1992) no es que las mujeres no escribieran esas cosas, pero tenían menos visibilidad. La idea de literatura femenina, que siempre me ha resultado odiosísima, era otra. Era una literatura más de la intimidad, casi de "querido diario", aunque por supuesto que había millones de mujeres que eran fabulosas y que no escribían eso. Por eso tal vez cuando Lanata vio eso dijo "¡qué rara!" [se ríe]
Escribiste en LA NACION, Rolling Stone, El País, Vanity Fair, El Mercurio, Gatopardo. Recibiste premios por tus artículos. ¿Qué rasgos de personalidad ayudan a escribir buenas crónicas?
A veces te preguntan: "¿Por qué a vos la gente te cuenta cosas?". Yo creo que lo que hay que tener es una escucha atenta y no juzgar al otro. Por supuesto que uno no puede poner todos sus prejuicios en una bolsa y dejarlos al costado, pero me parece que lo fundamental es no juzgar. Es crucial la investigación, el trabajo de campo. Pero lo principal es la mirada. Si vos no tenés una mirada interesante, por más que en la investigación levantes hasta la última de las baldosas, vas a terminar haciendo una nota cursi, ramplona, convencional, predecible. ¿Cómo se entrena una mirada? Mirando, pero con la cabeza bien amueblada. Leyendo, yendo al cine, viviendo.
Acabás de publicar Opus Gelber, un perfil de uno de los grandes pianistas de la actualidad. ¿Por qué lo elegiste para retratarlo?
Yo había leído notas de Bruno donde él contaba su forma de entregarse a la música de una manera inteligente, emocionante, lúcida, lírica. Y yo tengo una atracción particular por la gente que se entrega de manera casi devota al arte que ejerce, sea la carpintería o el fútbol. Y además, Bruno podía expresarlo de manera sublime. Es un ser fuera de norma, exquisito, casi fuera del siglo. Y además descubrí que, después de haber vivido 25 años en Madrid y 25 en Mónaco, ahora estaba viviendo en un departamento en Once. De pronto tenía a uno de los mejores 100 pianistas del siglo XX a 20 cuadras de mi casa. Y me dije: "Tengo que ir".
¿Podés contar con la precisión que te caracteriza cómo fue el primer encuentro entre ustedes?
El primer día que fui a ver a Bruno toqué el timbre y bajó a abrirme quien era su empleada en ese momento. Ella abrió la puerta de un edificio hermosísimo con escaleras caracol de mármol que proyectan una luz por momentos muy puritana y por momentos como una especie de sombra un poco triste, a medida que sube el ascensor. Se abre la puerta del departamento y me dice: "Pase, el señor la está esperando". Doblo el pequeño recodo del recibidor y me encuentro ante una sala con paredes pintadas de amarillo fuerte y la pared del fondo, de rojo sangre. Muchas obras de arte, algún retrato de Bruno y de su madre, y allí, contra la pared roja del fondo, una mesa, tapizada de delicadezas de todo tipo: budines, tortas, masas secas, sándwiches, todo con un juego de porcelana pintado a mano, delicado. Servilletas y mantel de damasco. Dos cortinados de brocado cayendo muy teatralmente. Y al otro lado de la mesa, sentado frente a un piano pequeño en el que estudia, perfectamente vestido para la ocasión, con una ceja levantada... Bruno Gelber. Un actor de carácter. Era como estar en la escenografía de una ópera. Pero no era ningún teatro. Bruno vive ahí todos los días.
¿Qué es lo que más te impresionó de él?
Bruno Gelber es una de las personas más fuertes con las que yo me he encontrado. Y el libro es la historia de una fuerza de voluntad, o la historia de una voluntad. No conozco mucha gente más fuerte y más segura que Bruno Gelber. Hay algo que siempre percibo en la gente que hace algo creativo: el temor a perder el don. Incluso gente que ha pasado por momentos creativos más mesetarios y que piensa: "Bueno, he perdido el toque, he perdido el talento, la fuente de la que viene la inspiración se ha secado". Es un tema entre los artistas. Entonces, un día conversando con él, le pregunto: "Bruno, ¿Vos nunca tuviste miedo de perder…?". "¿El qué?", me dice. "Bueno, el don, el toque, el talento". Y abre los ojos de una manera muy cómica, como hace Bruno, y me dice: "¡¿Vos estás loca?! ¡¿Cómo vas a perder el toque, el talento?! Solo lo perdés si te ponés gagá". Me sorprendió esa ausencia de duda respecto de la posibilidad de que algún día toda su capacidad interpretativa se pierda. Esa fue como una gran revelación. Tiene una conexión salvaje con la música –salvaje en el sentido más sofisticado del término– y allí, entonces, no hay ningún resquicio para la duda. Es como alguien entregado a un dios, y no duda de que ese dios le dará todo lo que le ha prometido, siempre que él esté ahí, devoto, contemplando.
Y finalmente giro la pregunta hacia vos: ¿Tenés miedo a perder el toque de escritora?
No, no tengo miedo a perder el don. Aprendí que hay momentos creativos, muy de pico, y otros más mesetarios. Antes me daba rabia e impotencia no avanzar todo lo que quiero en un texto. Entendí que uno tiene que ser modesto, no se vive en un estado epifánico creativo constante. [se ríe] Salvo que seas Bruno Gelber.
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