Leer y escribir, hoy
En una época en la que la incertidumbre gana espacio, la literatura rompe los moldes de los géneros, se piensa a sí misma y tiende a recuperar los pequeños universos de la intimidad
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Pensar lo contemporáneo implica pensar algo que va bastante más allá de la mera cronología. Lo mismo ocurre a la hora de interrogar los modos que la lectura y la escritura (ambas son parte de un mismo movimiento) adoptan en la época actual. ¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura contemporánea? De un universo inapresable, construido sobre hombros de lo que alguna vez fue la literatura moderna, y sobre los hombros –muchísimo más antiguos y diversos– de infinidad de recorridos, interrogantes, búsquedas, voces respetadas o impugnadas, deudas y herencias.
Lo contemporáneo interpela a su tiempo incluso cuando lo elude. Así ocurre con la literatura de la británica Angela Carter, una de las autoras presentes en este suplemento: plantada en un feminismo ajeno a cualquier convención o didactismo, se sumergió en el resbaladizo territorio de los cuentos de hadas. Lo hizo sin renunciar ni al satén del vestido de princesa ni a las oscuridades por lo general incorrectas que siempre habitaron estos relatos ni a la exquisitez de una escritura recargada, sustanciosa, sigilosamente atemporal. El resultado son cuentos que atrapan como los pases de magia de algún viejo druida, relatos armados para el saboreo lento; una deriva en absoluto infantil. Una ofrenda que parece exclusivamente concebida para ojos –e imaginarios– entrenados en las últimas zozobras del siglo XX y las primeras inquietudes del siglo XXI.
¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura contemporánea? De las mil y una posibilidades que se abren en un mundo que se resquebraja por los cuatro costados. De la persistencia de un espacio y unos soportes cuyo tránsito terminal se anunció repetida e inútilmente. Porque sigue allí, sostenido en la simple razón de que está hecho de palabras, y las palabras se entrelazan, habitan el papel y lo virtual, nutren e irradian lo audiovisual, crecen junto a la gráfica, saben de narraciones, de pensamiento, de impulso poético. Después de todo, las palabras son lo único que tenemos para sentirnos menos solos frente al desmesurado peso de lo real.
“El mundo de la ficción puede implicar una falla en el remolino cósmico, un pequeño pliegue en la tela en la que viven personas, pero nadie se siente en casa. El novelista entra y les da cosas para decir y hacer”, comentó la escritora norteamericana Lorrie Moore durante una clase que impartió en el Filba Internacional, en 2019.
En esos “pliegues”, en esas “fallas”, trabaja la voz de esta autora. Como lo muestra en los cuentos de Autoayuda –un ejercicio irónico a partir de esa suerte de talismanes de este tiempo que son los manuales de superación personal–, todo es cuestión de ajustar el foco y centrar la mirada en el absurdo nuestro de cada día. Porque el mundo se resquebraja por los cuatro costados y nadie sabe si asistimos al fin de una era, al reacomodamiento de lo dado o al inicio del tiempo de la incertidumbre perpetua. Pero las grandes fallas, las sísmicas, las enormes, a menudo parecen ocurrir demasiado lejos; las que sí se sienten son las que tiemblan ahí nomás, en el discreto territorio de lo afectivo. Otra que contemporaneidad: si algo marca el pulso del día a día es la caída de las certezas emocionales. Por allí, los grandes sismos, la inquietud pandémica, la tormenta ambiental. Por aquí, la sacudida de los lazos familiares, el amor que muta, que tiembla, que se sabe otro. Y todo el mundo más o menos a la intemperie.
Casualidad o no, todas las voces de este suplemento son femeninas. Están Carter y Moore, y también las argentinas Betina González y Eugenia Almeida, y la uruguaya Vera Giaconi. Desde ya, si se trata de convocar lo contemporáneo en la literatura, la mayor visibilidad de la escritura a manos de mujeres es un dato. Tanto como la proliferación de la llamada “literatura del yo” o autoficción. Los textos, hoy, tienden a mirar la intimidad, diseccionan las afinidades electivas, se saben insertos en un mundo demasiado ingobernable como para que las palabras no se inclinen hacia las pequeñas vidas que, como pueden, insisten en seguir la marcha.
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