Leer para escribir
El otro día me puse a leer porque no sabía sobre qué escribir. Es algo que suelo hacer. Hace casi, o creo, diez años que asisto a un taller de periodismo y quien lo lidera nos repite cada vez que puede, primero, que escribir no es cosa simple y, después, que a veces –ante el blanco de la página– necesitamos un movimiento para destrabar la cabeza, una piedra que parta la ventana en mil. Para eso, dice, la lectura puede servir, o la música o ir al teatro o salir a correr o algo. Cuando me pasa a mí, leo, porque si corro me duele el bazo y porque me encanta leer, pero miento y digo que no encuentro el tiempo o que nunca leo lo suficiente o lo que me gustaría o menos de la forma en que pienso que hay que leer: leyendo, haciendo solo eso. Mi cabeza dice qué ganas de agarrar de una vez ese libro de Gertrude Stein que prologó Tamara Tenenbaum e inmediatamente la imagen es una mía en una silla que no tengo, en un parque que no conozco y en un momento del día que quién sabe cuál es porque nunca lo vivo.
Así que en un intento por salir del estancamiento en que me encontraba me paré frente a la biblioteca que montamos en el living, me puse a elegir y agarré El Crack-Up, de Francis Scott Fitzgerald; Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg, y fui hasta la mesita de luz para seguir con El río en la noche, de Joan Didion, que pese a lo que me encanta a mí ella por algún motivo me cuesta. hace meses que lo estoy leyendo. y entre esto y aquello, como si todo no alcanzara, cuándo alcanza, me puse a pensar en Roberto Arlt, que cuando publicaba en el diario El Mundo (por 1930) tenía que escribir una columna, sus aguafuertes porteñas, todos los días.
Abrí primero el libro de Fitzgerald que hablaba de Nueva York, esa que ya no existe, con la crueldad que podía mostrar, algo contenida, algo sincera, para explicar las cosas y luego entenderlas. El paso del tiempo, la demoledora conciencia de que lo mejor ya ocurrió y no volverá. Segunda fue Ginzburg, es tan cálida. A veces además de un gesto para encontrarse ella puede ser un refugio. Un espacio en el que descansar. Entre varias leí una de sus crónicas de viaje sobre Londres. Natalia cuenta la capital y por capital digo a la gente a partir de una puerta que ve en la calle y que no sabe a dónde lleva. A Didion no regresé, fui directo a una aguafuerte, un clásico, El escritor como operario, que decía a líneas del cierre: “Si usted quiere formarse ‘un concepto claro’ de la existencia, viva. Piense. obre. Sea sincero. no se engañe a sí mismo. analice. Estúdiese. El día que se conozca a usted mismo perfectamente acuérdese de lo que le digo: en ningún libro va a encontrar nada que lo sorprenda. Todo será viejo para usted”.
Con ese punto final no solo creí que debía empezar de cero, pero sin saber desde cuándo, sino que también me di cuenta de que no estaba leyendo, estaba leyendo con la intención puesta en encontrar algo sobre lo que escribir y me dio culpa porque había hallado otra manera de no leer, esta, y entonces se formó un nudo en algún lugar y me quedé enroscada en lo que no hice mientras hice lo otro que no debía hacer pero que había hecho para poder hacer lo que tenía que. Y a eso se sumó la presión por el tiempo perdido, por hacer algo que importe, por la insatisfacción perpetua porque en el mundo hay tanto. ¿Por qué leo? ¿No puede dejar de existir el sentido de las cosas? Debería, al menos por momentos.
Poco después armé este texto y pensé que escribir es como despertarse cada día: hay que hacerlo aunque el cuerpo duela, aunque no se encuentren las razones, aunque se tengan deudas, aunque no se quiera, pese a las lágrimas, las peleas, los besos. Hay que hacerlo ya, con insistencia, con lo que se tenga a mano, con rabia, con miedo. Hay que hacerlo y punto. Sin chistar. Es igual a todo lo demás.
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