Le Clézio, la guerra y los niños: “El sentimiento de la paz es un lujo para poca gente”
El escritor francés, premio Nobel en 2008, publica “Canción de infancia”, un libro que habla de la guerra desde la mirada de los niños
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Llega con su paraguas doblado, su gorra de parisiense provisional y su sobre todo antiguo. Se presenta, como si fuera un novato, ante la recepcionista de una de las grandes editoriales del mundo, Gallimard, en París, la misma en la que publica su amigo Mario Vargas Llosa. Viene a ser entrevistado. No muestra prisa ni fastidio. Ante el periodista parece que tiene más tiempo que el que le queda, acaso porque, como el personaje constante de sus libros, y sobre todo de este nuevo en español, Canción de infancia (Lumen, recién distribuido en la Argentina), es aún un niño como el que, cuando tenía tres años, en 1943, empezó a conocer, en un poblado de Niza, la tremenda potencia del mal y de la guerra. Sobre ella escribe para contar el odio, el hambre y la desolación. Es J. M. G. Le Clézio (81 años), francés que nació en Isla Mauricio, premio Nobel de Literatura en 2008.
-Vivió con su familia la violencia de la Segunda Guerra Mundial. Imágenes así se ven ahora en la televisión: niños escapan de la miseria y de la muerte, parece que no hay sufrimiento, sino imágenes. ¿Cómo vive este periodo del mundo?
-Si el mundo fuera perfecto no tendría necesidad de escribir libros como este. Podría escribir, como Kant, para ilustrar mi felicidad de vivir, porque, aparte de lo que uno puede ver o leer, el mundo europeo es bastante pacífico, puedes salir de noche y no arriesgar la vida. En otras partes, también en EE UU, eso no es posible. Una vez estuve en Río Grande para ver los coyotes por la noche, y de repente me vino la impresión de que estaba en un lugar peligroso, porque ese es un camino de la emigración desde el sur al norte, y es un enclave difícil para pasar la noche solo. En Europa tenemos sociedades muy civilizadas. Han experimentado las guerras y las tragedias desde hace tanto tiempo que hay una especie de sabiduría instintiva. Pero en otros países no sucede. Así que el mundo no es perfecto. Cada vez que hay noticias de guerra, de inmigración, de muertes en el mar, me viene este sentimiento de que soy un privilegiado, y en buena parte de mi vida he estado donde había peligro. Ese sentimiento de la paz es un lujo para poca gente. La mayor parte de la humanidad vive en estado de guerra, de peligro, de venganza, de hambre, de miedo. Me viene la voluntad de expresarlo. Y por eso escribí este libro.
-Dice usted: “Conocí al mismo tiempo el verano y la muerte, la felicidad y la miseria”.
-Mi memoria está compuesta de imágenes recibidas por los libros y las películas, y también por lo que le escuché a mi abuela. Ella era una cuentera, una hacedora de cuentos. Vivió una guerra de joven y la segunda cuando ya era una anciana. Así que me dio parte de su memoria. La otra memoria es personal, de sensaciones que me impactaron cuando tenía tres, cuatro años. Me acuerdo de Mario, un muchacho con el que yo jugaba en el río, una especie de chorro de agua en medio de las montañas de Niza. Un día llamaron a la puerta diciendo que se había muerto Mario y habían encontrado un mechón de su pelo rojo. Era mi amigo, él tenía 14 años y yo tenía cuatro. Era la felicidad jugando en el agua bajo el sol del verano y de repente la noticia de su muerte brutal, únicamente quedó su mechón. Era para mí la prueba de que existía la muerte.
-Ese niño que es usted sigue viviendo. ¿Acaso por eso escribe aún recuerdos de la niñez?
-Quise escribir el libro porque también es muy raro que se encuentren textos en los que se hable de la guerra desde el punto de vista de los niños. Se habla desde el de los resistentes, de las mujeres que combatieron para sobrevivir, pero de los niños no hay mucho, porque ellos no saben qué es una guerra. Pueden jugar a la guerra, y eso hice con mi hermano después de las batallas, imaginando que teníamos armas. Pero los niños no entienden qué es una guerra, pertenece a otro mundo para ellos… Hay países donde los niños pertenecen a la guerra. En Palestina participan en la guerra, y hasta desafían la muerte. Son las víctimas que no quieren huir de los bombardeos, están ahí provocando y no saben qué es la muerte. Tienen la idea de que es como una especie de juego en el que ellos son invencibles, tienen la confianza en una especie de invisibilidad de su cuerpo. Y hay países, como en Ruanda o Nigeria, donde verdaderamente pertenecen al ejército y participan en matanzas. Es muy difícil de entender cómo en nuestras sociedades, tan civilizadas, los niños son muy protegidos y en otras pertenecen a la violencia y actúan en la violencia.
-¿Qué sensación le produce que aún nos matemos?
-Pierre Clastres tiene un libro sobre la necesidad de la violencia. Sin violencia la sociedad humana no puede realizarse; no es porque sea una catarsis, sino que la guerra es un modo de comunicación. No es una violencia gratuita… No sé si es verdad o no esa teoría. Me asusta un poco esa teoría de la violencia necesaria. Viví un tiempo en la selva de Panamá, en un pueblo que fue guerrero durante muchos siglos. Cuando fueron conquistados por los españoles decidieron acabar con la guerra. Así que no se resistieron, aceptaron la conquista y mantuvieron una sociedad donde los conflictos se resuelven con la palabra. Puede parecer idealista, pero lograron hacerlo. Ahora están en peligro porque vienen los narcotraficantes de Colombia. Son violentos, no es posible hablar con ellos. Estos panameños se han agrupado en pueblos porque estar unidos es una manera de resistir, así que cuando llegan los narcos logran hacer un frente como el de los búfalos en la selva africana, armados con cerbatanas, arcos, flechas, y rifles. Los narcos tienen algo que los hace débiles, son supersticiosos. Cuando ven esta fuerza humana que no tiene miedo a la muerte escapan, no hay violencia.
-Dice usted que lleva años escribiendo el mismo libro. Aquí también se descubre ante el miedo y descubre el hambre. ¿Para qué sirven las experiencias dolorosas?
-No sé si sirven para algo. Para crecer, para madurar, probablemente. Pero en mi vida no he vivido nada doloroso, sino pequeños problemas. Si comparo con lo que viven los niños de Palestina o de Libia o de Siria o de países de América Latina o de Oriente, no es nada. El único dolor que he vivido del que me acuerdo es el del hambre. He vivido el hambre. Estábamos en una parte desdichada de Francia, el sur, donde ahora acuden los ricos, pero en aquella época no había nada que comer. Esperábamos algo para comer y no había nada. Mi abuela cocinaba la piel de las patatas y recogía hierbas para engañar nuestra hambre. Tuvimos que vivir luego, tras la guerra, al ritmo de las cartillas de racionamiento, esos folletos donde te asignaban ciertas cantidades de grasa y de harina. No sé si es un dolor, pero es una experiencia.
-Tiene familia, tiene pasado, tiene el futuro de sus hijas, usted tiene futuro. ¿Qué miedo habría hoy?
-Ahora las pesadillas tienen que ser totalmente diferentes. Tengo niñas que ya son mayores, pero recuerdo cuando eran pequeñas y se despertaban de noche. Eran pesadillas por películas que habían visto. Cuando yo era niño, no había ni cine ni televisión, apenas había libros sin imágenes. Pero ellas han aprovechado las imágenes y como en su mayor parte son imágenes muy violentas las que ven en las películas se despiertan a medianoche… Probablemente el miedo o esas pesadillas sean la necesidad de tener miedo de noche.
-En su libro se refiere a Matisse y sus colores felices. ¿Cuáles son para usted los colores de la alegría?
-Somos de Isla Mauricio. Para los que viven en el mundo árido de Europa, estas imágenes de las playas blancas, de las palmeras, de las frutas abundantes, son imágenes que dan felicidad. Pasar por Canarias te da felicidad, pero también vienen barquitos en los que se hunden personas que quieren huir de la miseria. En Isla Mauricio, de paisajes tan felices, hay mujeres en las cárceles por traficar o consumir anfetaminas. ¿Por qué tienen que drogarse? El cielo y el mar son colores felices y son las mejores drogas que pueden consumir.
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