Las vueltas del exilio
El alemán Hans Joachim Schädlich narra la vida de un emigrado ruso que condensa el siglo XX
A pesar de ser uno de los escritores más reconocidos de Alemania y un lingüista de larga trayectoria, Hans Joachim Schädlich es escasamente conocido entre lectores hispanohablantes y el principal motivo es la ausencia de traducciones de sus libros. El viaje de Kokoshkin , publicada originalmente en 2010, es la primera novela traducida al castellano; un buen ejemplo de esa prosa minimalista, precisa y algo ríspida que la crítica europea ha señalado como uno de sus principales atributos. La representación de una historia atravesada dramáticamente por los acontecimientos históricos del siglo XX (y "dramáticamente" aquí debe entenderse en la acepción que sólo el pueblo ruso conoce) se logra mediante una notable economía narrativa, apoyada mayormente en los diálogos y en la alternancia entre el relato de las escenas del pasado y el presente de la narración.
Schädlich nació en 1935 en Alemania Oriental, estudió germanística en Berlín y Leipzig, y comenzó a escribir ficción a fines de la década de 1960, pero sus textos fueron considerados no aptos por la policía cultural del régimen. Sólo en 1977 logró publicar su primer libro en Alemania Occidental, y esta obra, junto con su apoyo al expulsado poeta Wolf Biermann, terminó de definir su petición para dejar el país y mudarse al entonces Berlín capitalista, ciudad donde, tras la reunificación, sigue residiendo. Algo de su experiencia bajo el comunismo está presente en El viaje de Kokoshkin , sobre todo el énfasis en los aspectos negativos, aunque la novela no se ocupa de la figura del intelectual censurado y amenazado, sino de un caso más radical: Fiódor Kokoshkin, hijo de un ministro del gobierno provisional de 1917, debe abandonar San Petersburgo a sus ocho años, cuando su padre es ejecutado por los bolcheviques. Si bien la ejecución fue real -la relatan Kérenski en sus memorias y Máximo Gorki en un diario contemporáneo-, los personajes de Fiódor y de su madre son ficticios y es sobre el derrotero de ambos, primero, y el de Fiódor ya adolescente y adulto, después, que se concentra esta novela acerca de los viajes del exilio.
Escapando de los avances de la Revolución Rusa, Kokoshkin y su madre se trasladan a Odesa y luego, cuando ésta también es ocupada por los bolcheviques, se van a Berlín; años más tarde, sumidos en la pobreza, abandonan esa ciudad huyendo del nazismo, viajan a París, luego a Praga, y por fin el joven logra obtener una beca para estudiar en Estados Unidos y emigrar definitivamente a Boston. Años más tarde, en 1968, Kokoshkin intenta un viaje de remembranza de su pasado europeo y llega a Praga; pero con la experiencia propia de un "emigrado profesional", intuye una nueva invasión soviética y abandona la ciudad a tiempo. Sólo muchas décadas más tarde, a sus noventa y cinco años, puede concretar su viaje al pasado, junto a un bibliotecario checo con quien visita todas las ciudades por las que transitó alguna vez.
La vuelta de tuerca que encuentra Schädlich para no anclar su novela exclusivamente en el pasado y en la nostalgia es situar el presente de la narración en un crucero turístico, que durante siete días de septiembre de 2005 traslada a Kokoshkin y a otros miles de pasajeros desde Southampton hasta Nueva York. Ese crucero no sólo es la última etapa del viaje de remembranza del emigrado ruso, ya asumido como norteamericano, sino que además es, en parte, la variable que introduce otras voces que equilibran, o contrarrestan, el justificado humanismo de Kokoshkin. A contrapelo de cierta inocente admiración por las democracias occidentales y en particular la estadounidense -rasgo esperable en un sufrido emigrado nonagenario, pero ya totalmente anacrónico y hasta disparatado- aparecen la cínica voz de Oakley, un oficial harto de los musulmanes; las tonterías formales de un matrimonio británico que ha aprendido a medias y mal la corrección política, y el descaro de un inversor que no establece diferencias entre comerciar con una dictadura o con un gobierno electo.
El ámbito consumista y kitsch del crucero y la heterogeneidad del público que debe convivir en él no hacen más que enfatizar la temporalidad histórica del relato biográfico de Kokoshkin, esto es, su indisoluble raigambre sensible con un mundo que ya no existe. Hacia el final, una sutil imagen condensa esa idea: la visión majestuosa de la Estatua de la Libertad, en Manhattan, tan majestuosa como seguramente la vio Kokoshkin por primera vez (enmarcada "por el negro aterciopelado de esas horas tempranas"), y detrás de ella, el ruido de los helicópteros con sus reflectores, los botes de la guardia costera y demás parafernalia antiterrorista.
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