Las voces del silencio
Orlando Figes, uno de los máximos especialistas en el campo de la historia rusa, ofrece en Los que susurran un contundente fresco coral en que víctimas del régimen estalinista cuentan la vida cotidiana de una era signada por el terror
Estruja el alma. Así de simple. Y de conmovedor. Los que susurran , el último trabajo traducido al español del historiador e investigador inglés Orlando Figes -tal vez el más profundo conocedor del pasado ruso-, propone un descarnado viaje al pasado íntimo de las familias que vivieron bajo el terror de la dictadura estalinista. Construido sobre la base de casi mil entrevistas personales, Figes consigue llegar hasta la médula de los sentimientos de aquellos que fueron víctimas -inocentes víctimas- del tirano.
Los que susurran , que es mucho más que la historia de la represión en la Rusia de Stalin, como reza el subtítulo, golpea desde la misma introducción. Sumerge al lector en un clima tan auténtico como estremecedor. No es un tratado histórico, como el mismo Figes se encarga de aclarar. Es, en realidad, un imperdible, detallado y documentado estudio sociológico de tres décadas infames en las que 25 millones de rusos fueron víctimas de una sistemática política de ataque y destrucción. "El libro se centra en la manera en que el estalinismo penetró en la mente y las emociones de la gente, en la manera en la que condicionó todos sus valores y relaciones", escribe Figes.
¿Cuál es el límite del miedo? ¿Cuál es la frontera que no estamos dispuestos a cruzar? ¿Es posible desdoblar una vida? ¿Ocultar el pasado? ¿Rezar a escondidas? ¿Simular ser ferviente defensor de las normas del nuevo orden, sólo por el temor de lo que le puede ocurrir a la familia? ¿Negar hasta el propio origen?
La lengua rusa, dice el autor, tiene dos palabras para definir "susurrante". Una para designar a la persona que susurra por miedo a ser oída ( shepchuschii ) y otra para definir a la persona que informa a espaldas de la gente a las autoridades ( sheptun ). La distinción se origina en la época de Stalin, cuando la sociedad soviética estaba constituida por "susurrantes" de una u otra clase.
El extenso trabajo de 889 páginas va y viene por la vida de miles de personas. Bucea en los íntimos detalles de los hechos cotidianos. Cómo vestían, cómo dormían, cómo intentaban, pese a todo, mantener vivo el concepto de familia que el régimen se empeñaba en destruir. Qué huellas dejó en el inconsciente de cada uno de ellos el miedo absoluto.
En muchos casos, duele descubrir cómo medio siglo después los supervivientes de aquellos años miran hacia atrás y relatan con la naturalidad del que cree que su vida de penurias, de desgarro, de separación, exilio involuntario y desarraigo, era normal.
Ochenta años de edad es la media de los entrevistados, de los que relatan el pasado. Cada historia fue documentada. Nombres y apellidos las avalan. Cartas íntimas enviadas desde el exilio de Siberia hasta el hogar que hubo que abandonar por la fuerza. Fotos. Recuerdos, desgarradores recuerdos que se suman página tras página hasta conformar una suerte de relato propio de la más tradicional literatura rusa en el que, una vez más, la realidad supera a la ficción.
Ayuda a darle esa estructura casi de novela la inteligente decisión del autor de mantener como hilo conductor el devenir de nueve familias (Simonov, Laskin, Bushuev, Fursei-German, Golovnia-Babitski, Konstatinov, Nizovtev-Karpistkaia, Slavin y Delibash-Liberman), cuyas vivencias recoge en diferentes instancias de cada uno de los capítulos.
La de los Golovin tal vez sirva para dar una somera idea de la profundidad de la tragedia. Lo que sigue es apenas una minúscula porción de lo que el libro ofrece: "Entonces llegaron las órdenes para la deportación. El 4 de mayo, un frío día de primavera, Yevdokia y sus hijos fueron expulsados de su casa y enviados a Siberia. Apenas les dieron una hora para juntar lo que les quedaba antes del largo viaje. La cama de hierro quedó al cuidado de sus amigos, los Puzhinin. Esa cama era la última posesión de los Golovin, el lugar en el que habían sido engendrados todos sus hijos y el último rastro de su vida en Obujovo, donde habían vivido durante varios siglos. Antonina, por entonces de ocho años, recuerda el momento de la partida: ?Mamá no perdió la tranquilidad. Nos puso la ropa de abrigo que nos quedaba. Eramos cuatro: mamá, Aleksei, que tenía quince años, Tolia, que tenía diez y yo. Mamá me envolvió en un chal de lana, pero el vecino que había venido a supervisar la expulsión, ordenó que me quitaran el chal, diciendo que también sería confiscado. Hizo oídos sordos a las súplicas de mi madre del frío intenso y del largo viaje que nos esperaba. Tolia me dio un gorro que tenía con orejeras, del que se había deshecho porque estaba roto y me cubrí con él la cabeza. Recuerdo que sentía vergüenza de llevar un gorro de varón en vez del chal [que tradicionalmente llevaban las mujeres campesinas]. Mamá se inclinó y se persignó frente a los íconos familiares y nos condujo a la puerta. Recuerdo la pared de gente gris que nos siguió con la mirada y en silencio mientras avanzábamos hacia el carro. Nadie se movió ni dijo nada. Nadie nos abrazó, nadie nos dio la despedida. Tenían miedo a los soldados, que nos escoltaban hasta el transporte. Estaba prohibido mostrar simpatía hacia los kulaks (campesinos burgueses, para la concepción bolchevique), así que se quedaban allí callados, mirando. Mamá dijo adiós a todos. ?Les pido disculpas, mujeres, si en algo las he ofendido´, le dijo con una inclinación de cabeza, mientras se persignaba. Luego se volvió y se inclinó y volvió a hacerse la señal de la cruz. Cuatro veces se volvió, inclinándose para despedirse de la gente. Después se sentó en el carro y partimos. Recuerdo las caras de la gente que se quedó ahí parada. Nuestros amigos y vecinos, la gente con la yo había crecido. Nadie se acercó. Nadie nos dijo adiós. Se quedaron en silencio, como soldados en hilera. Tenían miedo".
Antonina, la niña que cinco décadas después recuerda de esta forma el incidente, vivió tres años en un campo de reeducación. Cambió luego su apellido para ocultar su pasado en el gulag y logró terminar la carrera de medicina. Se casó dos veces. Con uno de sus esposos convivió casi 40 años, a lo largo de los cuales le ocultó su pasado. Jamás se lo contó. Lo tremendo del caso es que su esposo también provenía de una familia kulak y, por el mismo temor, tampoco llegó a sincerarse nunca con su pareja.
Vivían bajo el mismo techo. Compartían el mismo lecho. Pero ni en susurros se atrevieron a contarse la verdad. Tal vez sea éste el mayor e imperdonable legado que Stalin dejó en el inconsciente colectivo de los rusos.
© LA NACION
Los que susurran
Por Orlando Figes