Las voces de una novela
Con prosa despojada, María Martoccia recupera el cosmos serrano de sus últimas obras, poblado por una infinidad de personajes
Desalmadas
Desde su primera novela, Los oficios (2003), María Martoccia viene construyendo un mundo en algún lugar de las sierras cordobesas en el que los rasgos van tomando impronta de leyes propias. Esas leyes decantan, se perfeccionan en la novela siguiente, Sierra Padre (2006), y lo siguen haciendo en Desalmadas . En esta nueva entrega de vida en las sierras, los personajes y las tramas cambian pero no el sistema en el que están inmersos. Encontramos entonces instantes que permiten adivinar un pasado íntegro, líneas de diálogo tan escuetas como abiertas a las inferencias, intrigas feroces que luego se deshilachan o se retoman sin que por eso suenen bombos y platillos, y que luego vuelven a deshilacharse. Martoccia actúa no como el cirujano de un cuerpo entendido como totalidad sino como el analista de laboratorio que prefiere focalizar el plano detalle y sugerir líneas posibles a partir de la muestra, del fragmento.
Se podría decir que hay algo de la Santa María de Onetti o del condado de Yoknapatawpha de Faulkner en esta serranía, aunque con menos énfasis en el gesto fundacional. Y hay una infinidad de personajes: una vieja que parece adivinar la suerte o al menos elige ese papel para que su hermano haga las tareas más pesadas de la casa, un policía de pueblo orgulloso de su foja y consciente de sus atractivos, tres hermanas que viajan a la sierra desde la ciudad para intentar recuperar un terreno que durante años ni siquiera supieron que existía, hijos crueles de una de esas hermanas que sólo aparecen por teléfono, un joven atolondrado que sueña con huir de ahí, una chica que llega con su madre desde la ciudad para intentar curarse de lo que los médicos metropolitanos han señalado con un nombre atroz, esa madre y su bagaje de lugares comunes de cincuentona porteña, una mujer que pergeña el asesinato de su marido, un vecino que la desea. Ninguno de ellos está construido desde la densidad psicologista; son más bien voces que circulan, presencias fugaces. Lo interesante es que, aun así, logran volverse nítidos, entrañables, extrañables.
Las tramas en las que dichos personajes están inmersos tienen ese mismo carácter fragmentario, transitorio, y en muchas de ellas se pone en tensión la vida urbana frente a la de campo, que en Desalmadas se llama sierra. En ese punto, las novelas de la autora recuerdan las de Sara Gallardo, con esa forma a la vez próxima y distante de abordar el universo no urbano, con la perspicacia para enfocar los modos en los que la violencia anida en esos micromundos idealizados por la metrópoli. También la recuerdan en la capacidad de síntesis, en la conexión con un estado de alerta capaz de ganarle la pulseada a cualquier tentación de barroquismo. La prosa de Martoccia -que toma un rumbo diferente al apelar, entre otras cosas, a un tono zumbón- está hecha de ascetismo y de despojo, virtudes doblemente apetecibles en tiempos donde la verborragia es plaga.
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