Las vacaciones que nunca existieron
Cómo nos transformamos en unos de los 3500 damnificados que habían depositado dinero, ilusiones y tiempo en un viaje en crucero
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Hay una casa en Junín donde viven mis amigos Juan Pablo y María Paula, con su hijo Pedrito. En el living hay un portarretratos que en vez de una foto tiene un papel donde se puede leer, con la letra prolija que desde siempre ostenta el padre de esa familia, el siguiente texto: “Foto de nuestro casamiento. María Paula, con ojos embelesados y vestido de novia, mira a su reciente marido Juan Pablo. Él viste un saco azul y una corbata al tono. En un segundo plano se aprecia un jardín adornado por flores primaverales, parientes, amigos y autoridades eclesiásticas. Casi puede escucharse un suspiro tierno y unánime que incluye a las flores: aaahhh…”.
La primera vez que vi ese portaretratos fue hace años, cuando vivían en Almagro, y lo que yo entendí como un gesto vanguardista no era más que un recurso ingenioso para disimular la fiaca que les daba imprimir aquella foto. “Hay tradiciones que están más muertas que un faraón, ¿Quién baila pericón?”, se preguntaba Jaime Roos en “Los futuros murguistas”, su clásico de incluido en el imprescindible Mediocampo (1984). Mientras esa pregunta sigue flotando en el aire, les cuento que, a diferencia de Juan Pablo y María Paula, yo sí pensaba imprimir las fotos de mis vacaciones junto a mi hija. Imaginaba la secuencia: “La sonrisa de Lulú embarcando por primera vez; una selfie padre-hija recién llegados al camarote; Lulú simulando un mareo en el barco sin arrancar; su padre con un mareo real cuando el barco se pone en marcha; Lulú desayunando con el océano de fondo; Lulú con sus nuevos amigos en la pileta; Lulú y su padre leyendo el manga Danganronpa; Lulú en la playa…”. Incluso habíamos comprado una funda sumergible para sacar fotos abajo del agua.
Habíamos planificado (y pagado) esas vacaciones, a bordo del crucero Costa Fortuna, con varios meses de antelación. Pero menos de 24 horas antes de la partida, prevista para el martes 14 de febrero, recibimos un mail en el que Costa Cruceros comunicaba que la salida del barco estaba cancelada por problemas técnicos. Así nos transformamos en unos de los 3.500 damnificados que habíamos depositado no sólo nuestro dinero, sino también nuestras ilusiones y nuestro tiempo (irrecuperable), en una empresa que ofrece un servicio deficiente. Si intentabas comunicarte telefónicamente, sólo podías escuchar un spot que decía “Costa Cruceros, la felicidad al cuadrado”. La cara de decepción de Lulú sólo es comparable a la Arnold (Gary Coleman) en el célebre episodio del trencito de juguete de Blanco y Negro.
El malestar se trasladó a las redes sociales, y allí descubrí otras historias, de familias que habían viajado desde el interior para tomar ese crucero, y que se habían quedado varadas en Buenos Aires. También me contacté con los damnificados que estaban arriba del barco cuando dejaron de andar los motores (un “inconveniente técnico” evitable con el mantenimiento adecuado), y que llegaron a Montevideo, la escala anterior a Buenos Aires, con 38 horas de demora (Al destino final, los trasladaron en distintas empresas de navegación, incluso vía Colonia). Me mostraron, también, algunos videos que daban cuenta del pésimo estado de la embarcación, con goteras y filtraciones en los baños, entre otras desprolijidades.
En mi casa hay, ahora, hay un álbum sin fotos y lleno de descripciones apócrifas. Esas vacaciones soñadas pasaron a formar parte de una hipotética continuación de la Guía de cosas que nunca existieron, un precioso libro de Pablo De Santis que leí en mi adolescencia, a mediados de los 90.
Por esa época vi Mi primera novia (Enrique Carreras, 1966) en un canal de cable. De esa película recuerdo la escena donde Palito Ortega reparte ropa en bicicleta y va cantando una canción nuevaolera con tonalidades orientales, que dice “yo me equivoqué, yo me equivoqué, cuídese compadre, pa’ que no le pase a usted”. Lectores, atentos, no rechacen mi consejo.
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