El clic en el botón de stop de la maquinaria que rige la dinámica de esta ciudad de casi un millón de habitantes dejó a todos en casa, en modo descanso. Hace 100 días, de la noche a la mañana, quedó una postal desnuda, en su máxima belleza. Era la mesa servida para una gran gala. Le faltaban los invitados.
Inmaculada esa arena en la interminable franja de costa. Nivelada a la perfección por el último esfuerzo de las olas sobre la orilla. Lo que no hace el mar, lo completa el viento, que sopla, mueve, empareja y acomoda. Por acá en plano. Algo más allá, con secuencia de ondas dibujadas por los remolinos de paso. Pero al fin, milagro por aquí, libre de huellas. Huellas humanas, vale aclarar. Porque si un fenómeno disparó el buen cumplimiento de la estricta cuarentena fue la posibilidad de que paseos urbanos mutaran casi en santuario natural. Adiós a la gente, hola a la fauna.
Si un fenómeno disparó el buen cumplimiento de la estricta cuarentena fue la posibilidad de que paseos urbanos mutaran casi en santuario natural. Adiós a la gente, hola a la fauna.
Apenas las gaviotas se permiten dejar el relieve de sus livianas pisadas sobre el sagrado manto de Playa Grande, Cabo Corrientes, Varese, el Torreón, la Bristol. Bien se podría aplicar a cualquier otra zona, tanto al norte como al sur. Los lobos marinos se olvidan del mar y se adueñan del templado pavimento de las calles internas del puerto. Gallaretas, patos y gran variedad de otras aves les dan la espalda a sus lagunas de Punta Mogotes para buscar nuevas aventuras entre los espacios verdes que están del otro lado de la calzada. Hasta una liebre –¿cómo llegó hasta ahí?, ¿qué tiene que ver con los balnearios?– se ve cruzar desde el parador 17, a toda velocidad por la despejada playa de estacionamiento, para perderse entre matorrales de la Reserva Puerto.
"Quedate en casa", es el mensaje para los marplatenses. Y cumplen –por mucho tiempo– a rajatabla. "No vengan", casi que se les grita y espanta a los turistas. Un impensado pero imprescindible mensaje para un destino que vive de ser anfitrión de viajeros. De atraerlos y mimarlos tanto como para que no se quieran ir. O que vuelvan pronto. Pero ya será el momento de ir a buscarlos. Corren días difíciles: tiempo de abrigarse y cuidarse en familia. Será a la espera de soles que iluminen un futuro mejor y entonces sí, con compañía de esos visitantes a los que por cierto habrá que ir a buscar. Y seducir una vez más.
El apuro de los días de aislamiento interrumpió el cierre de la temporada y dejó en pie los postes de las carpas, cada vez más enterrados entre unidades de servicios de los paradores y el océano. Falta que rueden esos ovillos de paja para confirmar que es territorio desértico.
Créase o no, el paseo costanero durante un par de meses fue una maqueta perfecta. La fachada virgen de una ciudad siempre cautivante que, hacía un rato nomás, había despedido más de dos millones de turistas en apenas un trimestre. Entonces pasó de la multitud a la rambla y las calles desoladas. Apenas se veía alguna patrulla que recorría el Boulevard Marítimo para desalentar cualquier intento de pisar el escenario prohibido.
"La playa no", le advierte la madre a su pequeña hija para que entienda que donde hay un permiso, hay un límite. Pasó el tiempo y, con los deberes hechos, por fin un guiño: llegaron las salidas recreativas. Una hora, cerca de casa y siempre con las arenas marplatenses libres de intrusos. "Prohibidas", según dispusieron autoridades, al igual que parques y plazas que están repletos de hojas secas y silencio.
En el puerto se pesca, descargan capturas y exportan. Pero no se pasea. El complejo gastronómico y sus restaurantes, un tradicional paraíso de sabores de mar, es un solo de persianas bajas. En los paseos de compras abren por fin los comercios no esenciales, con umbrales que huelen a lavandina y una brisa de alcohol directo a las manos a modo de bienvenida. El barbijo es santo y seña. Uniforma a clientes y comerciantes.
"Mirá… ¿Qué cuesta? Si andamos solos, bien lejos unos de otros", señala Orlando, amante del golf, que con el índice apunta los links de Playa Grande, escenario de su cable a tierra. Tan prohibido como el running, el ciclismo o el surf, otros deportes individuales que de a poco dejan a la vista a pecadores. De noche los que corren, en un intento de pasar desapercibidos entre penumbras. De madrugada los otros, veloces con sus tablas entre la espuma blanca, allá frente a acantilados alejados. Pasiones que se reactivan en modo clandestino.
Así se da durante los últimos tiempos. La cuarentena se extiende una y otra vez. Dos semanas, tres semanas... ¿Cuánto más?, se preguntan por aquí, donde los casos positivos de coronavirus son mínimos e importados. Ajenos a la ciudad que, con motivo justificado o no, llegaron infectados.
El costo que se paga por esos pocos pacientes es continuar con varios rubros fuera de servicio. Entre ellos la gastronomía. ¿Pero se consiguen alfajores? Sí, claro. ¿Los tradicionales churros? Por supuesto. ¿Sale una buena porción de rabas? ¡Marcha! Eso sí: todo empaquetado y para comer en casa. Las mesas de restaurantes, bares y las más que tentadoras cervecerías continúan con una obligada y muy prolongada siesta.
Es una ciudad exclusiva para marplatenses. Que se permiten avanzar más allá de las restricciones. Los autorizan a caminar, pero ya se animan a trotar o pedalear. Abrigados, desafían las frescas tardes con paseos por el circuito costanero. Y, ahora sí y de a poco, se permiten dar sus primeros y tímidos pasos en las playas. Huellas que abren camino hacia una normalidad que se demora, por cierto, más de lo esperado.