Las noches en blanco de una escultura humana
Son las once de la mañana en el barrio de Colegiales. El sol del verano me quema las pantorrillas mientras espero que me bajen a abrir. Del otro lado del vidrio de la puerta de entrada, me sorprende el artefacto: un tótem de metal con una pantalla donde el torso de un hombre con auriculares y micrófono, estilo call center, se mueve levemente y pestañea. Pienso: no es un televisor vertical, no es un robot, no es un holograma. Pero ¿qué es?
Cuando finalmente me abren la puerta, puedo ver de cerca la cosa: es una suerte de garita en miniatura donde en lugar de un guardia de carne y hueso, hay un guardia filmado. Me desconcierta su pose: no entiendo si está grabado o en vivo. Sus ojos parecen estar en otra parte, como los ojos de los ciegos, no sé si me ve o no. Acerco la cara a la pantalla, y digo: "Buen día". El guardia responde con delay: "Buen día". Su voz suena a metal, como la voz de un autómata. Le pregunto: "¿Dónde estás?". Me dice: "En la central de la empresa". "Ah, yo pensaba que estabas adentro de esta cajita", le digo. Se ríe.
Me explican que este nuevo sistema de seguridad es más barato que tener una persona sentada en el hall todo el día. El guardia vigila por un sistema de cámaras decenas de edificios a la vez, y al mismo tiempo él mismo es mirado por una cámara que lo proyecta en cada uno de esos lugares. Me quedo un rato mirando cómo funciona el sistema. Es un juego de espejos basado en una vigilancia recíproca: no sólo el guardia controla todos nuestros movimientos -a qué hora llegamos, a qué hora nos vamos-, sino que, además, él mismo es registrado por una cámara que lo controla y lo vuelve objeto ante todos los que pasan por ahí. Y así podemos ver cómo el guardia respira, tose, se rasca una oreja, como si estuviéramos parados frente a un screen test de Warhol.
Cuanto más lo miro, más me perturba: es definitivamente una obra de arte. Tiene algo de las torres de televisores de Nam June Paik. Pero no, es más que una obra de video arte, es algo que pasa en vivo, es una performance. Pero no es Mariana Abramovic sentada en una sala del Moma esperando a que se siente frente a ella alguno de los americanos que hacen cola para ser hipnotizados por la sacerdotisa del arte contemporáneo. No es un policía a caballo colocado por Tania Brugera en el hall de la Tate para dirigir los movimientos del público. Es una performance espontánea inventada por algún genio capitalista con la idea de reducir personal y abaratar costos.
Por la noche, mientras voy cerrando uno a uno los postigos de mi casa, veo la garita donde mira televisión el guardia que cuida mi cuadra. Alguna vez me contó que antes trabajaba en el campo, en Santiago del Estero, y que cuando vino a Buenos Aires tenía cincuenta años y no conseguía trabajo, y alguien le dijo que se presentara en una empresa de seguridad. Me pregunto si en el futuro los guardias serán reemplazados por un solo vigía que mirará la ciudad proyectado en cientos de tótems al mismo tiempo. Y me respondo que todavía falta para eso, que mientras haya cuerpos disponibles habrá hombres que pasan la noche sin dormir en garitas o halls de edificios, posando para nosotros como esculturas humanas.
La autora es directora de teatro