La novela de la escritora francesa relata en primera persona la vida del emperador que modernizó y expandió el Imperio Romano hasta la mayor extensión de su historia
En España, cerca de Tarragona, un día que visitaba solo una mina semiabandonada, un esclavo cuya larga vida había transcurrido casi por completo en los corredores subterráneos, se lanzó sobre mí armado de un cuchillo. Muy lógicamente, se vengaba en el emperador de sus cuarenta y tres años de servidumbre. Lo desarmé fácilmente, y lo entregué a mi médico; su furor se calmó, y acabó convirtiéndose en lo que verdaderamente era: un ser no menos sensato que los demás, y más fiel que muchos. Aquel culpable, que la ley salvajemente aplicada hubiera mandado ejecutar de inmediato, se convirtió para mí en un servidor útil. Casi todos los hombres se parecen a ese esclavo; viven demasiado sometidos, y sus largos períodos de embotamiento se ven interrumpidos por sublevaciones tan brutales como inútiles. Quería yo ver si una libertad bien entendida no sacaría mejor partido de ellos, y me asombra que una experiencia semejante no haya tentado a más príncipes. Aquel bárbaro condenado a trabajar en las minas se convirtió para mí en el emblema de todos nuestros esclavos, de todos nuestros bárbaros.
No me parecía imposible tratarlos como había tratado a ese hombre, devolverlos inofensivos a fuerza de bondad, siempre y cuando comprendieran previamente que la mano que los desarmaba era firme. Los pueblos han perecido hasta ahora por falta de generosidad: Esparta hubiera sobrevivido más tiempo de haber interesado a los ilotas en su supervivencia; un buen día Atlas deja de sostener el peso del cielo y su rebelión conmueve la tierra. Hubiera querido hacer retroceder, evitar si fuera posible, ese momento en que los bárbaros de fuera y los esclavos internos se arrojarán sobre un mundo que se les exige respetar de lejos o servir desde abajo, pero cuyos beneficios no son para ellos. Me obstinaba en que el más desheredado de los seres, el esclavo que limpia las cloacas de la ciudad, el bárbaro hambriento que ronda las fronteras, tuviera interés en que Roma durara.
Dudo de que toda la filosofía de este mundo consiga suprimir la esclavitud; a lo sumo le cambiarán el nombre. Soy capaz de imaginar formas de servidumbre peores que las nuestras, por más insidiosas, sea que se logre transformar a los hombres en máquinas estúpidas y satisfechas, creídas de su libertad en pleno sometimiento, sea que, suprimiendo los ocios y los placeres humanos, se fomente en ellos un gusto por el trabajo tan violento como la pasión de la guerra entre las razas bárbaras. A esta servidumbre del espíritu o la imaginación, prefiero nuestra esclavitud de hecho. Sea como fuere, el horrible estado que pone a un hombre a merced de otro exige ser cuidadosamente reglado por la ley. Velé para que el esclavo dejara de ser esa mercancía anónima que se vende sin tener en cuenta los lazos de familia que pueda tener, ese objeto despreciable cuyo testimonio no registra el juez hasta no haberlo sometido a la tortura, en vez de aceptarlo bajo juramento.
Velé para que el esclavo dejara de ser esa mercancía anónima que se vende sin tener en cuenta los lazos de familia que pueda tener
Prohibí que se lo obligara a oficios deshonrosos o arriesgados, que se lo vendiera a los dueños de lenocinios o a las escuelas de gladiadores. Aquellos a quienes esas profesiones agraden, que las ejerzan por su cuenta: las profesiones saldrán ganando. En las granjas, donde los capataces abusan de su fuerza, he reemplazado lo más posible a los esclavos por colonos libres. Nuestras colecciones de anécdotas están llenas de historias sobre gastrónomos que arrojan a sus domésticos a las murenas, pero los crímenes escandalosos y fácilmente punibles son poca cosa al lado de millares de monstruosidades triviales, perpetradas cotidianamente por gentes de bien y de corazón duro, a quien nadie pensaría en pedir cuentas. Hubo muchas protestas cuando desterré de Roma a una patricia rica y estimada que maltrataba a sus viejos esclavos; un ingrato que abandona a sus padres enfermos provoca mayor escándalo en la conciencia pública, pero yo no veo gran diferencia entre las dos formas de inhumanidad.
La situación de las mujeres se ve determinada por extrañas condiciones sometidas y protegidas a la vez, débiles y todopoderosas, son demasiado despreciadas y demasiado respetadas. En este caos de hábitos contradictorios, lo social se superpone a lo natural y no es fácil distinguirlos. Tan confuso estado de cosas es más estable de lo que parece; en general, las mujeres son lo que quieren ser; o resisten a los cambios, o los aplican a los mismos y únicos fines. La libertad de las mujeres de hoy, mayor o por lo menos más visible que en otros tiempos, no pasa de ser uno de los aspectos de la vida más fácil de las épocas de prosperidad; los principios, y aun los prejuicios de antaño, no se han visto mayormente afectados. Sinceros o no, los elogios oficiales y las inscripciones funerarias continúan atribuyendo a nuestras matronas las mismas virtudes de industriosidad, recato y austeridad que se les exigía bajo la República.
Por lo demás los cambios, reales o supuestos, no han modificado en nada la eterna licencia de las costumbres de las clases inferiores o la eterna mojigatería burguesa, y sólo el tiempo mostrará si son perdurables. La debilidad de las mujeres, como la de los esclavos, depende de su condición legal; su fuerza se desquita en las cosas menudas donde el poder que ejercen es casi ilimitado. Raras veces he visto casas donde no reinaran las mujeres; con frecuencia he visto reinar también al intendente, al cocinero o al liberto. En el orden financiero, siguen legalmente sometidas a una forma cualquiera de tutela, pero en la práctica, en cada tienda de la Saburra la vendedora de aves o la frutera es la que casi siempre manda en el mostrador. La esposa de Atiano administraba los bienes familiares con admirable capacidad de hombre de negocios. Las leyes deberían diferir lo menos posible de los usos; he acordado a la mujer una creciente libertad para administrar su fortuna, testar y heredar. Insistí para que ninguna doncella sea casada sin su consentimiento: la violación legal es tan repugnante como cualquiera otra.
Fragmento de Memorias de Adriano (1951, reeditado por Debolsillo en 2013)
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