Las muchas vidas de un escritor pasado de moda
Al leer las historias de John Cheever, por lejos que se encuentre de la década del 50 uno se topa con la fuerza de verdad que encierra toda ficción escrita con potencia poética y honestidad
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Aprincipios de 1943, ochenta años atrás, un joven John Cheever inauguraba su carrera oficial de escritor con la publicación de un libro de treinta relatos titulado The way some people live. Pocos leerían aquellas historias ambientadas en casinos e hipódromos y concebidas durante las décadas del 20 y del 30, mientras Cheever llevaba una vida trashumante de pobreza y miseria familiar. Es apenas la primera manifestación de un genio literario. El libro no convencerá a su autor, que jamás permitirá su reedición, aunque trece de esos cuentos sobrevivan y hoy puedan leerse en un volumen llamado Fall River. Falta al menos una década para que Cheever se convierta en Cheever. Hay, por lo pronto, dos razones para que esto suceda: sus ficciones no encontraron aún un territorio definido. Y el menosprecio de la crítica, que tardará mucho en valorar su trabajo correctamente.
Recién con el final de la Segunda Guerra Mundial y el crecimiento económico que benefició a las potencias vencedoras, entre ellas los Estados Unidos, se desarrollará la confortable vida suburbana que Cheever retratará de forma descarnada en sus cuentos más logrados. Esas historias de vecinos adúlteros, de matrimonios que viven en una soterrada infelicidad mientras se destruyen a fuerza de mentiras y alcohol, todo con el trasfondo de la Guerra Fría, van apareciendo desde entonces en la revista The New Yorker. Serán años de un trabajo literario de hormiga con el que Cheever ganará miles de lectores anónimos. La estima definitiva de la crítica le llegará recién en 1978, cuando sus mejores 61 relatos se publiquen en un volumen de tapas rojas que lleva por nombre The stories of John Cheever. El libro es una suerte de epifanía para sus colegas, vende 125 mil ejemplares y le depara el Premio Pulitzer y una avalancha de elogios y reconocimientos. Poco más tarde, el 18 de junio de 1982, a los 70 años, Cheever agota su primera vida.
La primera, porque los autores viven en sus libros, y los libros son capaces de experimentar reencarnaciones (más allá de la voluntad de los editores y los guardianes de la moral literaria). Cheever es uno de los mejores ejemplos de que mientras existan lectores que puedan reconocer el talento de un escritor no habrá censura a la que temer. Sus relatos se siguen publicando y agotando: sin ir más lejos en 2018 aparecieron a un tiempo nuevas ediciones de sus cuentos, diarios y correspondencia. ¿Cómo, si pocos escritores serían tan susceptibles de ser cancelados debido a la situación de privilegio en la que se mueven sus personajes, hombres y mujeres de clase acomodada, heterosexuales, blancos y desinteresados por los males del mundo?
Sucede que al leer esas historias, por lejos que estemos de la década del 50, uno se topa con la fuerza de verdad que encierra toda ficción escrita con potencia poética y honestidad. Cheever anota en su diario: “No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad. Escribir sobre mi torpeza sexual, la magnitud de mi desaliento, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquellos pasan. Escribir sobre la penosa búsqueda del yo, sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo”. Eso es lo que hizo. Y en una época, la nuestra, signada por la corrección política y la especulación, donde los libros parecen surgir de los dictados de focus groups, los lectores lo seguimos agradeciendo.
O quizá haya algo más sencillo e intangible. Tal vez Cheever siga vivo porque más allá de las modas cuentos como “El marido rural”, “Adiós, hermano mío” o “El nadador” nos conmueven y aterrorizan igual que lo hicieron los maestros del género en el siglo XX, de Kafka a Hemingway, de Rulfo a Ribeyro, de Cortázar a Borges.
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