Las mil y una vidas de John Le Carré
A los 79 años, presenta una nueva novela y dice que se siente agradecido por todo lo que ha sido: amante ardiente, marido precoz, espía inexperto y aventurero
A John Le Carré le encanta una buena trama. Cita al periodista una injusta mañana invernal en Berna, en el lujoso Bellevue Palace, uno de esos hoteles que retienen cierta grandeur incluso aunque, como es el caso, albergue una bullanguera convención de productores de gruyère. Podría pasar por el escenario de una de sus novelas y en efecto, lo es. En el clímax de Un traidor como los nuestros (Plaza y Janés), su nuevo y estupendo libro, un voluminoso mafioso ruso, dos temibles ex agentes del KGB y un espía británico venido a menos pelean en el vestíbulo del hotel. En una esquina, esta mañana, Le Carré (Dorset, Reino Unido, 1931), con blazer azul marino, lee en la columna de chismes del International Herald Tribune que en la adaptación de su novela El topo (1974) que se está preparando, Gary Oldman encarnará a su célebre creación, el agente George Smiley.
“En este mismo salón -recuerda el gran novelista británico de espionaje- se celebraba los sábados por la tarde un baile cuando llegué en 1949 a la soñolienta Berna, escapando de Inglaterra para estudiar alemán. Pagabas tres francos y podías escoger a una chica con la que bailar bajo la atenta mirada de su madre.” David Cornwell no era por aquel entonces el John Le Carré de su seudónimo, ese autor que adoran millones de lectores de todo el mundo, ni tampoco había sido aún reclutado en Oxford por el MI6, servicio de inteligencia británico, con una discreta palmadita en la espalda.
Han pasado más de 60 años, pero el viejo espía, que abandonó el servicio a principios de los años sesenta, sigue embarcado en la misión de denunciar los problemas de nuestro tiempo desde el subsuelo del mundo del espionaje. En esta ocasión, el tema es el lavado internacional de dinero, el podrido Londres plutócrata y la impunidad en la que se mueven los oligarcas rusos.
Hay espías, por supuesto, que “trabajan para un país que no alcanza a pagar las facturas” y “en el que el Foreign Office no es más útil que un sueño húmedo” y también hay héroes inconfundiblemente Le Carré, como la pareja protagonista, Perry y Gail, dos tipos normales en una situación completamente anormal.
Esta ronda de entrevistas -asegura el escritor, que vive en Cornualles, el Finisterre británico- será la última. Si, como asegura uno de los personajes de Un traidor como los nuestros, “los diplomáticos mienten por el bien de su país y los políticos para salvar su pellejo”, ¿habrá que creer a un autor que ha construido su enorme reputación a partir de tipos tan acostumbrados a vivir en la mentira que olvidan lo que es decir la verdad?
“Ya soy una persona mayor -explica Le Carré con la elegancia y la genuina amabilidad que adornan cada uno de sus gestos-. Bastante tengo con concentrarme en escribir. Y los requerimientos promocionales se han hecho enormes.”
-¿Siente vértigo al asomarse a los 80 años?
-No especialmente, sólo agradecimiento por todas las vidas que viví.
-¿Tantas fueron?
-He sido huérfano, interno en el gulag de la enseñanza británica, cristiano fallido, desgraciado, virgen durante demasiado tiempo, marido precoz, espía inexperto que buscaba su identidad en la pertenencia a las instituciones del servicio secreto, amante desesperado con aventuras continuas y bastante idiotas. Supongo que maduré demasiado tarde.
-Esto podría ser un ensayo para su anhelada autobiografía.
-Siempre que la empiezo, acabo escribiendo una novela y eso está bien.
-Sabemos por su propia confesión que fue espía en su juventud y que su padre fue un estafador de alto vuelo... ¿Le quedan secretos por develar?
-No querría sonar pomposo, pero un escritor sólo tiene un enigma y es su propia vida. Mi padre era un criminal y crecí con ello. Y sí, estuve en el servicio secreto. Nunca revelaría nada de aquel tiempo, por eso supongo que no escribo mis memorias.
-De ahí que su némesis parezca Kim Philby, el doble agente británico al servicio de la URSS que los delató a usted y a decenas de sus compañeros...
-No estreché su mano en Moscú cuando pude, en 1989. No quería dignificarlo, como él pretendió tras el parapeto ideológico del comunismo. Cuando nos traicionó, él ya era consciente de lo que era capaz Stalin. Cuando fui a Alemania por primera vez a finales de la década del 40, aún olía a muerte. No entendía cómo habían sido capaces. Luego, ya de mayor, me di cuenta de que cada país tiene su barbarie. Y de que la barbarie no es un atributo sólo de los hombres poderosos. Es consecuencia de la mediocridad. Gente normal haciendo cosas horribles.
-De la lectura de su última novela se deduce que no cree que el dinero no huela, según la vieja expresión de los romanos.
-Apesta a tráfico de drogas, de armas, asesinatos a sueldo, a opresión y a enorme corrupción. Y creo que los bancos son en gran parte responsables del lavado internacional de dinero. Mucho más preocupante resulta el asunto en Rusia, donde no existe el dinero limpio.
-Resulta irónico hablar de este tema en la capital de la Confederación Helvética... ¿Exigir a un banquero suizo control sobre el lavado de dinero es como pretender que un relojero de este país pida explicaciones al tiempo?
-No es un asunto exclusivamente suizo. En el Reino Unido los bancos también compiten por lavar más blanco. Le contaré mi propia experiencia en lavado de dinero... Cuando Harold Wilson era primer ministro, yo pagaba el 86% de impuestos y si ganabas aún más que yo, podrías verte en la situación surrealista de tener que pagar más de lo que ingresabas. Así que una reputada firma contable me aconsejó que constituyese una empresa en Suiza de la que recibiría un sueldo. Me metí en ese mundo durante unos dos años, hasta que me atraparon. Desde entonces he sido puro y virginal. Nadie sabe ya cuándo el dinero es negro, blanco o gris. La realidad es que cuanto antes entre el dinero negro en el círculo del dinero legítimo, mejor para el sistema, aunque proceda de las más horrendas fuentes. La Rochefoucauld decía que la hipocresía es el peaje que el vicio le paga a la virtud. El propio sistema de los servicios secretos se basa en el dinero negro. Y si por esa razón en todos los países hay un cierto matrimonio entre el crimen y la inteligencia, en Rusia el matrimonio es completo. La Rusia de Putin es un Estado criminal.
-Lo afirma rotundamente...
-Lo es. Es una nación sin ninguna experiencia democrática. Desconfían de ella. Hay dos cosas que unen a los rusos: aman su país, siempre que pasan dos semanas fuera lo añoran terriblemente, y les aterroriza el caos. En nombre del patriotismo puedes conseguir mucho si eres un político. No digamos ya del miedo al caos. El truco para gobernar un gran país es convertirlo en víctima. Ya sea con ocasión de las Torres Gemelas o con la amenaza chechena. Inventamos los enemigos que necesitamos.
-Un cliché sobre su obra dice que con el fin de la Guerra Fría se agotó su tema literario. Da la sensación de todo lo contrario.
-Es que vino una era posimperial apasionante...
-Nada que se pudiese considerar, como en la desafortunada visión de Fukuyama, el fin de la historia.
-¡Claro que no! El propósito del capitalismo quedó desenmascarado. En una de las últimas apariciones, el bueno de George Smiley [su célebre personaje] decía: “Ya hemos vencido al comunismo; ahora nos toca lidiar con el capitalismo”. Y en esas estamos.
-¿Contra la URSS vivía mejor?
-Al menos la mitad de los problemas eran de otros. El 11-S ha provocado dos cosas: el completo aislamiento de Estados Unidos y la demonización del islam. A diferencia de los europeos, los estadounidenses piensan que una guerra sirve para algo. Y francamente, no lo entiendo, porque esos tipos han perdido (o no han ganado) todas las guerras en las que se han metido. La Segunda Guerra Mundial la ganaron los soviéticos. No vencieron en Corea ni en Vietnam. De Irak se han ido con el trabajo sin terminar y no ganarán la de Afganistán.
-¿Cambiará algo Obama?
-Desearía que fuese capaz de cambiar algo. No sé cómo podrá contra los lobbies, el aparato mediático de la derecha y contra su propio partido, que es extremadamente incompetente y desleal. Está esposado. Y luego está el asunto religioso, nunca pensamos que en el siglo XXI estaría tan condenadamente presente.
-Desde luego, hay que pellizcarse para creerlo...
-Mi considerable antipatía hacia Tony Blair viene por ahí. Y eso que lo voté creyendo que era de izquierda, cuando resultó ser más de derecha que Gengis Khan.
-¿Cómo ve a los servicios secretos en esta nueva era?
-Me preocupa su politización. Están al servicio del poder, proporcionan información para sostener sus mentiras. Cuando yo me dedicaba a eso, nos considerábamos los buenos periodistas; conseguíamos verdades para arrojárselas al poder. La diferencia con los periodistas es que estábamos autorizados a emplear otros métodos, como hablar con traidores, ser desleales, pinchar teléfonos y toda esa basura.
-A todas luces, de eso trata su obra, de hacer cosas erróneas por las razones correctas y de los conflictos morales que eso acarrea.
-Exacto. Sobre el conflicto de lo que nos debemos a nosotros mismos y a la sociedad. Sobre lo que es en realidad el patriotismo.
-¿Tiende a dar crédito a las teorías de la conspiración?
-No. Mi limitada experiencia me dice que si usted y yo conspiramos, uno de los dos se lo contará a su novia, el otro se dejará un bolso en el subte y ambos olvidaremos sincronizar nuestros relojes.
© EDICIONES EL PAIS, SL.
ADNLECARRE
Poole, Inglaterra, 1931
Su verdadero nombre es David John Moore Cornwell. Su madre abandonó el hogar cuando él tenía cinco años.
Estudió lenguas modernas en Berna, Suiza y en Oxford. En 1959 se hizo miembro del BritishForeign Service en Alemania Occidental. Admitió haber prestado servicios como espía.
Sus novelas más célebres son Llamada para el muerto, El espía que vino del frío, El topo, La chica del tambor, La gente de Smiley, El jardinero fiel y Amigos absolutos.
Se sintió traicionado por Tony Blair, a quien había votado. Rechaza sistemáticamente todo tipo de premios y distinciones.
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