Las mentiras ya no tienen fronteras
Christa Wolf, autora emblemática de la Alemania oriental, refleja en su obra no sólo el clima asfixiante del período comunista, sino también la falta de futuro tras la caída del muro de Berlín. Su novela Medea (Debate) aborda estos temas desde un ángulo mítico
EN 1979, diez años antes de la caída del muro de Berlín, Christa Wolf escribió Was bleibt (Qué queda), una suerte de autobiografía novelada acerca de su relación personal con un régimen político del que se despedía para siempre. Ese libro, que no publicó en su momento, era un catálogo de la asfixia: el encierro dentro de un sistema que no albergaba expectativas de cambio, la corrupción, la ausencia de interlocutores jóvenes, la imposibilidad del discurso crítico. A través del personaje de ficción que había creado para hablar de sí misma, Christa Wolf confesaba su absoluta soledad dentro de un socialismo real para el que ya no encontraba alternativas: "No creo en la ficción del capitalismo democrático".
Diez años después, a pocos meses de caer el muro, la publicación de aquel escrito, cuya crudeza y honestidad aún hoy consternan, provocó una de las polémicas más crispadas que hayan tenido lugar en la Alemania de las últimas décadas. Intelectuales de uno y otro lado acusaron a la autora de conformismo, oportunismo, cobardía y sometimiento hasta la connivencia con un régimen que la protegía a cambio de privilegios. De hecho, hasta último momento siguió siendo miembro del partido oficial. Hoy, desde la perspectiva que otorga el tiempo y este espacio, puede afirmarse que la desmesura de aquella convulsión no tuvo origen exclusivamente en las confesiones de Christa Wolf, sino en la necesidad de la opinión pública de encontrar un chivo expiatorio para explicarse un fracaso colectivo del que la autora se convirtió en emblema.
En la vasta escena pública donde se expresa la intelectualidad germana, la inesperada caída del socialismo en octubre de 1989 se vivió como un suceso por lo menos conflictivo. En este contexto, Was bleibt operaba como una radical desilusión con respecto a las expectativas que el mundo no-socialista había puesto en autores como Christa Wolf o Heiner Müller: no se erigía en reserva moral. A la izquierda germano-occidental, que jamás quiso enterarse de qué significaba vivir realmente bajo un régimen a todas luces autoritario, le demostraba el tamaño de su ignorancia. Para la derecha, que siempre había desconfiado de ella, Christa Wolf no era lo suficientemente crítica. De hecho, puso el dedo en una llaga para la que aún hoy Alemania no encuentra categorías lógicas, ya no de unificación, sino de racionalización. Como toda respuesta al escándalo, Christa Wolf se llamó a exilio interior y guardó silencio por seis años, hasta que publicó Medea.
Hay sobrados indicios para leer esta novela como una respuesta a aquella polémica, pero Christa Wolf sabe que la literatura, o el arte en general, puede ir mucho más allá de la contingencia histórica, precisamente cuando pinta su aldea. En oposición a la bruja vengativa que acuñó la tradición desde Eurípides, esta Medea racionaliza de manera contemporánea (de la Grecia de entonces y de la Alemania de hoy) las oscuridades del mito, revela sus móviles secretos y los analiza casi se diría "científicamente". En el centro de la trama, que se ubica en Corinto gobernada por Creonte, ciudad floreciente donde todo el mundo se jacta de su milagro económico y nadie tiene secretos("... toman muy a mal que pongas en duda su felicidad"), Medea, que se ha refugiado allí huyendo de su patria bárbara del este, observa el esplendor con ojos de exiliada, con la porosa perspectiva de la extranjería.
"Esta ciudad está fundada sobre un crimen." En el momento en que empieza la novela, Medea ha comenzado a intuir que el poder de Creonte se asienta en un infanticidio. Ha descubierto el nido de intrigas en el que se apoya el poderío del estado. Desconfía, pregunta, inquiere; su pesquisa está basada en el asombro primario, sencillo, "femenino", que le provoca una observación despojada de estrategia. En esa polis que hace ostentación de su transparencia, esta Medea sabe y no oculta la desazón que aquel saber le provoca. Como Christa Wolf en su momento, Medea significa el resquebrajamiento del consenso; y su verdad, que "no se esconde en construcciones mentales cuidadosamente levantadas", es la peor amenaza para el orden establecido, no tanto porque pueda resquebrajar aún más sus cimientos, sino porque revela el cinismo de sus mecanismos.
"Estoy desconcertada, todo es tan transparente, tan fácil de comprender pero a ellos no les importa nada. Porque pueden mirarme a la cara con frente inmutable mientras mienten, mienten, mienten." Medea no tiene interlocutores, se ha quedado sin espacio propio, expelida del centro común, en esa suerte de no-lugar social al que se confina a los locos, los disidentes y los enfermos. Ninguna parte (Kein Ort, nirgends) era el título de un libro que Christa Wolf publicó en 1979. Las maneras en que el poder pone en práctica sus mecanismos de defensa tienen dos mil años de historia y tienden tristemente a repetirse, sobre todo cuando quien las cuestiona es una mujer: Medea, antes valorada por sus artes medicinales, es acusada de brujería y declarada insana. El resto es conocido por la leyenda, sólo que esta vez, como en muchos asesinatos políticos de la historia, el crimen de sus hijos en manos anónimas es la excusa para hallarla culpable de los cargos de que se la acusa.
Kein Ort, nirgendes (1979) narra el encuentro ficticio de dos poetas alemanes del Romanticismo que se suicidaron por no poder adaptarse a un entorno que los repelía por diferentes: Kleist y Caroline von Günderode. Desde entonces, casi todos los personajes de Christa Wolf, también la Casandra de Kassandra(1983), padecen la expulsión del entorno y son arrojados a una marginalidad que está fuera de la res publica. Hay algo que se repite en todos ellos y es la negación del consenso, el cuestionamiento de los mecanismos sociales y políticos, no importa a qué sistema pertenezcan. Lo que resultó insoportable de Christa Wolf y suscitó aquella crispada polémica alrededor de su figura no fue que publicitara su cuestionamiento al comunismo cuando ya era tarde, sino que no optara decididamente por la democracia capitalista. Lo intolerable fue que dijera, a viva voz y con todas las letras que, tal como estaban las cosas a comienzos de 1990, el mundo no ofrecía, ya no opciones políticas plausibles, sino lugar alguno donde construir un futuro. En este mundo que quiere a ultranza ser light, era bastante obvio que la sola referencia a aquella aporía resultara intolerable.
Por Gabriela Massuh
Para La Nación - Buenos Aires, 1998