Las mascotas y la incorrección política
No me gusta la corrección política. Amo a todos los seres vivos (bueno, casi todos), pero los animales, dentro de su reino. Nunca los compararía con humanos. Por lo que no me va la onda de tomar a las mascotas como “hijes”, como muchas parejas lo hacen en estos tiempos. No tienen hijos, pero tienen “perrijes”. No hay muchas palabras que me hagan tanto ruido en el oído, y desde Freud, Lacan y otros a esta parte, ya se sabe que las palabras que uno elige, voluntariamente o de manera inconsciente, tienen un sentido.
Hasta que Lola, una adorable “labradora trucha”, debió partir después de 14 años y medio, tras sufrir durante varios meses artrosis, problemas de cadera y, ya sobre el final, un tumor maligno. Con toda lógica, un par de semanas antes Sonia, su veterinaria (que la trataba desde que llegó a casa con apenas dos meses) propuso evaluar la aplicación de una inyección que acabara con el sufrimiento. Una duda casi existencial se apoderó de nosotros: no se trata de un hijo, nos negamos a darle ese lugar. Pero ¿qué hacemos con el amor que generan estos seres?
En varias de las visitas que hicimos a la veterinaria encontrábamos el mismo cuadro: antes de nuestro turno, parejas jóvenes con sus mascotas esperaban en el consultorio un diagnóstico, muchas veces con cara de preocupación. Fue un primer indicio de lo que estaba sintiendo.
Decidimos darle a Lola unos días para ver si lograba recuperar al menos parte de su autosuficiencia y su vitalidad. Fue en vano, el declive continuó hasta lo inevitable.
Hubo interconsulta familiar. “Yo la ayudaría a que pueda partir sin dolor y en paz. Es una decisión muy triste, pero Lolita fue tan feliz y llena de energía que se merece que la cuidemos hasta el final”, nos dijo nuestra hija mayor, que no deja solo a Doc, un simpático bulldog francés, ni cuando salen de paseo con su marido por unas pocas horas. Mis otros dos hijos compartieron el criterio.
Sonia se ocupó de que Lola partiera en paz y acompañada con nuestras caricias y las lágrimas de mi mujer.
En mi casa paterna tuvimos casi todo tipo de especies: la Loti, una perra que vino de la fábrica donde trabajaba mi padre después de un verano en el que la guardiana del lugar tuvo cachorros. Se quedó con nosotros durante unos seis años, hasta que en una mudanza mi madre decidió que ya no quería un animal del que casi siempre ella tenía que ocuparse. Loti volvió a la fábrica donde había nacido, casi sin que la despidiéramos.
Tuvimos hasta un mono caí, que uno de mis hermanos mayores trajo de Misiones. Este ser adorable, casi un humano sin habla, pero que se hacía entender hasta lo inimaginable, también se fue antes de tiempo. Todos habíamos crecido y amábamos a Nemo, pero era mi madre la que debía ocuparse de mantener presentable la “casa” del simio. Un criadero en el conurbano fue la solución para que el animal se reencontrara con pares.
"Nos convencimos de su raza, pero Sonia nos develó el engaño: “Es preciosa, pero no es labradora”"
Ya con mi propia familia mantuve la tradición, y en cuanto pudimos llegó a casa una hermosa cocker que, al poco tiempo, tuvo su cría. Toia tendría cuatro años cuando, al mudarnos de barrio, una tarde se escapó a explorarlo y nunca volvió.
Area, otra cocker, convivió con nosotros nueve años, y una rara enfermedad se la llevó también antes de tiempo. Hubo otros, pero no pudimos adaptarnos a ninguno.
Hasta que encontramos a Lola. Nos convencimos de su raza, pero Sonia nos develó el engaño: “Es preciosa, para ustedes seguramente la más linda, pero, aunque a ninguno nos importa, tengo que decirles que no es labradora”, fue su veredicto.
No. A nadie le importó. Lola creció con nosotros, se adueñó de la casa, vino de vacaciones y de paseo como una más incontables veces. Los últimos años nuestros hijos se fueron a hacer su propio camino, y ella se movía por la casa a donde mi mujer o yo estuviéramos. “Se van a sentir raros, la van a buscar en sus rincones aunque ya no esté. Es normal, es el duelo”, dijo Sonia, con sabiduría.