Las librerías de mi vida
Ahora que lo pienso, he pasado buena parte de mi vida en librerías. Entrando y saliendo de ellas, pero sobre todo permaneciendo. Me acuerdo perfectamente de la primera vez que entré a Shakespeare and Company, la célebre librería fundada por Sylvia Beach a pasos del río Sena, la sensación de infinitud al mirar para arriba en Strand en Nueva York, o una presentación de libros en mi librería favorita de Barcelona, la Central del Raval. Pero aquellos paseos, aunque pudieron extenderse por horas, son apenas alteraciones inusuales de una trama pretérita y fundamental.
El primer recuerdo de estar tirado en el piso de una librería debe ser de cuando tenía seis o siete años y pasaba largos ratos leyendo historias para chicos donde el lector debía ayudar a una pareja de detectives a resolver casos policiales. Años después, en épocas del colegio secundario, frecuenté las librerías de saldo de la calle Corrientes, donde antes y después de la crisis de 2001 compré al menos un cuarto de mi biblioteca actual.
"Por alguna razón este simple y maravilloso artefacto de papel y cartón conserva un halo de respetabilidad (no siempre justificada, por supuesto) en pleno siglo XXI"
Con el tiempo fui dibujando mi mapa de librerías personales (un secreto compartido con otros pocos, a quienes me cruzaba cada tanto revisando los mismos anaqueles) donde por precios módicos podían hallarse verdaderas joyas: una de la Avenida de Mayo, otra en la calle Sarmiento, una que también vendía discos sobre Rodriguez Peña, otra en la avenida Díaz Vélez, una que aún sigue abierta en la calle Pampa, cerca de Cabildo. Aún hoy sigo visitando unas pocas librerías de primeras ediciones y libros raros, como la de un gran conversador, dentro de una galería a pasos de la Parroquia de la Inmaculada Concepción. Tengo un amigo, del que nadie conoce su verdadera identidad, que compra y vende libros con extrema pericia y me consigue ejemplares que ni yo sabía que quería tener.
Hay películas con y sobre librerías. Hubo una serie, Portlandia, que tenía un sketch genial sobre una librería feminista. Hay muchos libros: se podría armar una biblioteca entera con las novelas donde las librerías son protagonistas. Hay libros de memorias de libreros, como los de Sylvia Beach y Héctor Yánover, y de crónicas y relatos como los de Luis Mey y Patricio Rago. Está el ensayo de Jorge Carrión, Librerías, y hubo una larga serie de escritores que también fueron libreros, como Mario Levrero, Luis Gusmán o Guillermo Piro.
”Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”, dijo Jorge Luis Borges. ¿Pero qué hay de las librerías? ¿Son también una especie de edén personal? Tal vez no todas. Las hay también aberrantes y grotescas, como salidas de un tríptico de El Bosco. Existen bibliotecas públicas y privadas, pero las librerías (aún las secretas) son, por definición, un espacio abierto al otro. Si una biblioteca es algo que cambia muy lentamente, con la adquisición de cada nuevo libro, una librería es un organismo vivo y en permanente crecimiento. Ahora que me toca, a mis 47 años, tener una librería propia, la sueño como una enredadera, que crece y se derrama todos los meses, con decenas de nuevos títulos, a la que hay que ir podando y dando forma.
Las librerías son, también, un espacio que conserva cierto aura, al menos en la imaginación colectiva: con un discreto aviso en redes sociales en busca de libreros recibimos decenas de solicitudes, todas unidas por la pasión por los libros. Por alguna razón este simple y maravilloso artefacto de papel y cartón conserva un halo de respetabilidad (no siempre justificada, por supuesto) en pleno siglo XXI. Mentiría si dijera que en estos tiempos en que el saber y la duda pierden la batalla cotidiana frente a las certezas de bolsillo y las opiniones contundentes, no me dio cierta felicidad comprobar que los libros y las librerías siguen siendo, para muchos, una tabla a la que aferrarse en un océano de ruido y banalidad.
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