Las lágrimas de Isaac (De cómo la lectura inventa la realidad)
Discurso completo de Alberto Manguel al aceptar el Premio Formentor de las Letras 2017
Hace ya varias décadas, por razones que hoy he olvidado, me encontré durante unos pocos días en la región de Tassili, en el desierto argelino, cerca del oasis de Djanet. Había ido, creo, a conocer unas cuevas que famosamente están decoradas con pinturas e incisiones de animales y seres humanos —jirafas, bisontes, cocodrilos, rinocerontes, algún antílope agonizante, cazadores y bailarines, y ciertas figuras antropomórficas con cabezas de cíclope—, todo ello ejecutado hace unos nueve o diez mil años cuando el Sahara era verde. Es imposible contemplar estas imágenes y no ver en ellas relatos de aventuras, de ritos, de una vida social de la cual no sabemos nada sino lo que estos retazos de memoria nos conceden y que, librados a nuestra imaginación, deformamos o traducimos a nuestra avara experiencia personal. ¿Qué podemos saber, desde nuestro lejano siglo XXI, de las fatigas y sudores, miedos y valentías de aquellos talentosos abuelos? Estas figuras humanas, grandes y pequeñas, ¿son padres instruyendo a sus hijos en las artes de la caza, las danzas rituales, los códigos sociales de la tribu de la cual empiezan a formar parte? ¿Les están enseñando a esos antiguos niños los nombres de las cosas del mundo que están descubriendo, de las plantas, estrellas y animales? Quizás en estas primeras escenas esté el germen de ese episodio mágico del Génesis en que Dios, como un severo padre, lleva a Adán ante las criaturas recién creadas para ver «cómo las había de llamar, y todo lo que Adán llamó a los animales, ése fue su nombre». Quizás esos primeros ritos fueron ritos de la palabra.
Acertadamente o no, algo rescatamos, algo reconstruimos a partir de estas limosnas iconográficas que las cuevas del Tassili nos conceden. A partir del impulso narrativo que define a nuestra especie, a partir del esfuerzo de entendimiento que nuestra imaginación realiza para dar sentido al mundo, una cierta verdad que no es del todo falsa surge de nuestra lectura de un código de signos cuya gramática hemos olvidado. La escritura simbólica es una invención mucho más reciente. A mediados de los años sesenta, fueron descubiertas en Grecia y también en Rumanía ciertas tumbas en las cuales se hallaron, entre fragmentos de alfarería, unas pocas medallas o amuletos con inscripciones que aún no han sido descifradas. Son objetos pequeños con signos como nuestra D mayúscula, rayas cruzadas de líneas diagonales, cruces que quizás (no lo sabemos) signifiquen algo. Si fuera así, estos amuletos que datan del sexto milenio a.C. serían los primeros ejemplos que tenemos de un lenguaje escrito, no de un sistema sintáctico integral sino de unos pocos signos aislados, una suerte de intuición del acto mágico aún por venir.
... serán mis lágrimas lengua, y voces los ojos míos
La elaboración de un sistema coherente e integral de escritura ocurre dos milenios después, en algún lugar de Mesopotamia. En el cuarto milenio a.C., un comerciante inspirado buscó una manera de documentar una transacción comercial. Dos tabletas de arcilla preservadas hasta hace unos años en el Museo Arqueológico de Bagdad, cada una no mayor que la palma de la mano de un niño, llevan inscriptas el rudimentario dibujo de un animal —una oveja o una cabra— y un hoyuelo hecho con el dedo índice, que, según esos mismos historiadores, representa el número diez. Así, el antiguo comerciante se aseguraba que cualquier persona, en cualquier lugar cercano o distante, en cualquier momento presente o futuro, que conociera el significado de estos signos, habría de saber que diez ovejas (o cabras) fueron vendidas (o compradas). La importancia de este gesto es incalculable. Con estos pocos y discretos trazos, aquel anónimo genio eliminó de golpe los dos más grandes obstáculos a los cuales todo ser humano se enfrenta, el tiempo y el espacio, y nos legó a nosotros, sus afortunados descendientes, una extensión casi ilimitada del poder de la memoria. La invención de la escritura nos concedió una suerte de modesta inmortalidad. Eso sentí yo allá lejos y hace tiempo, la tarde, por ejemplo, en que, acompañando al joven Axel de Hamburgo, descendí por el volcán Sneffells al centro de la Tierra, siguiendo las huellas de Arne Saknussemm. Yo estaba allí, con esos intrépidos aventureros, allí en uno de los confines del mundo, allí en un siglo que no era el mío. Con el libro de Verne en la mano, yo me despojaba de mi identidad convencional, del nombre que mis padres me habían dado, de mi edad y nacionalidad declaradas en mi partida de nacimiento, de todo límite salvo aquel que mis temores imponían a mi incipiente curiosidad. Entonces supe, intuitivamente, que aquello que me alentaba no era una necesidad como respirar o beber agua, sino algo que yo no supe entonces nombrar y que ahora sé era deseo: el deseo de eso que aún no había ocurrido, que yacía más allá del horizonte y que se convertiría con el correr de los años en costumbre esencial. La lectura me ofrecía, y me ofrece aún, como espectador privilegiado, el reino de este mundo y de todo otro mundo imaginable, de manera más íntima y convincente que la realidad misma. Cuando muchos años después viajé a Islandia y me encontré a los pies del Sneffells, a pesar de la majestuosa belleza tangible del volcán, me sentí algo desilusionado.
Durante una adolescencia que me parece ahora haber durado una vida entera, cuando el deseo, a la par que mi incipiente libido, empezó a transformarse en necesidad vital, yo sentía que los personajes de mis libros eran un caleidoscopio de rasgos fragmentarios de esa persona cambiante que yo descubría cada mañana en el espejo. Las incómodas variaciones del tamaño de la gente que visita el Capitán Gulliver, el atroz bicho en el que debe reconocerse el pobre Gregor, el nombre de Kim que Kim debe repetirse a sí mismo para no olvidarse de quién es durante la ceremonia iniciática, la identidad que Ulises elige cuando le dice al Cíclope que su nombre es Nadie —éstos y tantos otros me nombraban desde las páginas de mis libros—. Yo sentía que Alicia, perdida en el fondo del pozo en el cual había caído, se hacía eco de mis angustias existenciales. Pensando que quizás ya no era ella misma sino otra, la tonta Mabel, Alicia se dice a sí misma: «Si soy Mabel, me quedaré aquí. De nada servirá que asomen sus cabezas por el pozo y me digan: “¡Vuelve a salir, cariño!” Me limitaré a mirar hacia arriba y a decir: “¿Quién soy ahora, veamos?”. Decidme eso primero, y después, si me gusta ser esa persona, volveré a subir. Si no me gusta, me quedaré aquí abajo hasta que sea alguien distinto». Como Alicia, yo tampoco quería ser Mabel. Y mis libros me daban la infinitamente generosa posibilidad de ser quien yo quisiera.
Fray Luis de Granada, retomando una metáfora que en el siglo dieciséis era ya un lugar común, describe el mundo como un libro escrito por Dios y ofrecido «a todas las naciones», y nos reprocha que ante ese texto maravilloso seamos «como niños que, cuando les ponen un libro delante con algunas letras iluminadas y doradas, huélganse de estar mirándolas y jugando con ellas, y no leen lo que dicen ni tienen cuenta con lo que significan». La antigua metáfora se repliega sobre sí misma: los libros son entonces mundos de papel y tinta (o electrónicos) en los que nosotros intentamos leer nuestra realidad de carne y hueso. A diferencia del libro de Dios que, como advierte Fray Luis, contiene una narración demasiado compleja para el pobre entendimiento humano, los libros humanos, que modestamente no aspiran a contener la entera narración del universo sino una mera intuición, nos ofrecen sin embargo un vastísimo catálogo de identidades entre las cuales podemos conocer o reconocer las nuestras.
Esta es la convicción que me guía a través de mis bibliotecas. Página tras página, volumen tras volumen, busco, conscientemente o no, esa fluida persona que, como el dios Proteo, cambia de mentalidad y de forma de año en año y de hora en hora. Mágicamente, caprichosamente, la encuentro en mis libros. En el penúltimo capítulo de Eugene Onegin, la enamorada Tatiana visita la casa de campo del héroe, ausente después de su fatal duelo con Lensky. Tatiana recorre la biblioteca de su amado y, llorando a cántaros, hojea sus volúmenes en busca de «la verdadera personalidad» de ese hombre al parecer tan frío e insensible. En las notas en los márgenes de los libros, en cierta palabra críptica, en una cruz o un punto de interrogación, Tatiana cree descubrir la escurridiza imagen del verdadero Onegin, de Onegin definido por sus lecturas. Porque Tatiana sabe que, para cada lector, su biblioteca es una suerte de autobiografía.
Coincido con ella. Me reconozco en Caperucita Roja y su desobediencia civil, y no en la obediente Cenicienta; en las aventuras de Lazarillo pero no en las del Cid; más en el algo torpe doctor Watson que en el agudo Sherlock Holmes; en Fausto más que en Orestes; y ahora, en estos últimos años, en el Rey Lear y su desesperada vejez, como antes me identificaba con sus hijas impacientes. En estos reconocimientos no priman la lógica ni la veracidad histórica. Cuando Hamlet declara que la muerte es «un país nunca explorado de cuyos límites ningún viajero regresa», creo en la verdad poética de sus palabras, a pesar de haber sido testigo, unos minutos antes, de la aparición del fantasma del rey asesinado, un viajero que ha regresado precisamente de la muerte para ordenarle a su hijo que ejecute la demorada venganza.
Esas incontables primeras personas del singular componen un modesto retrato que pinta al lector que seré al llegar al último capítulo. Mis lecturas componen una monstruosa cosmología de espejos en la que está presente todo instante y todo lugar de mi biografía. En mi vida de lector, La República y Madame Bovary, El Idiota y El Capital, La noche oscura del alma y El día de los trífidos son capítulos aislados en una inmensa saga cuya coherencia y sentido no puedo sino intuir. La Biblia, compuesta de relatos, crónicas históricas, proverbios, poemas líricos, textos proféticos y códigos legales, ejemplo insigne de este género literario polimórfico, es otro capítulo más de mi voraz libro que contiene todas mis lecturas. A pesar de tales ambiciones, soy penosamente consciente que aun este vasto volumen no es, por cierto, el universo mismo.
Las religiones, sabiendo perfectamente que el dogma no convence a nadie, llevan a cabo sus misiones evangelizadoras a través de relatos, fábulas y alegorías. Cuando empecé a leer la Biblia en la traducción de Cipriano de Valera, algunos de estos cuentos se incorporaron fluidamente a mi biblioteca autobiográfica: la historia de Jonás intentando inútilmente predicar al pueblo de Nínive, la del hijo pródigo recibido con generosa alegría por su padre, la de Cristo echando a los mercaderes del templo (que Giotto ilustró con un Cristo boxeador con el puño alzado) y muchas más. Otras me parecieron atroces. Por sobre todo, me indignó (me sigue indignando) la historia de Abraham e Isaac, y la inconcebible orden que le da Dios de sacrificar a su hijo. No me importa que sea una mera prueba de obediencia, no me importa que el ángel detenga la mano de Abraham y reemplace al hijo con un carnero. Abraham es el padre emblemático, el que sin duda inició a su hijo en los rituales de la tribu y también quizás (como el Dios del Génesis) lo llevó a nombrar a los animales, enseñándole el poder taumatúrgico de las palabras. La idea de que un padre acepte el mandamiento divino de matar a ese hijo me parece estar en la raíz de las mayores atrocidades cometidas por las tres religiones que se reivindican de Abraham. Un dios que exige tal acto, aun sabiendo que no se llevará a cabo y que solo es ordenado para poner a prueba la devoción de un hombre, no merece para mí ni veneración ni respeto, y si fuera un personaje en una novela lo calificaríamos de deleznable, como Layo, padre de Edipo, el borracho Fyodor Pavlovich Karamazov, el brutal carpintero Sorel en Le rouge et le noir, el rey Basilio, padre de Segismundo, y tantísimos otros. Tampoco me convence la explicación etnográfica que quiere ver en el episodio una leyenda acerca del fin de los sacrificios humanos de los antiguos pueblos del desierto y el inicio de otros ritos más o menos simbólicos. Mi biblioteca no es imparcial.
Ésta es la paradoja: sabemos que todo escrito humano es una azarosa e ineficaz aproximación al tumulto de conocimientos, sueños, afectos, reflexiones y acontecimientos que todo momento abarca y que decimos pertenece a la realidad histórica, sin jamás reproducirla por entero. Pero también sabemos que, a veces, el mismo azar nos depara cuatro o cinco palabras impresas que parecen encerrarlo todo.
Los antiguos pensaban que solo la divinidad podía crear obras que reprodujeran fielmente las cosas de la realidad. Platón, remedando a Borges, enseñó que las únicas creaciones ciertas son las del mismo mundo, y que los poetas y artistas solo construyen imitaciones ineficaces de ese magnum opus. El cuarto mandamiento mosaico prohíbe hacer imágenes o semejanzas «de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en las aguas debajo de la tierra» porque (dicen los comentadores rabínicos) el Día del Juicio Final el artista será convocado a dar vida a su creación y se verá incapaz de hacerlo. Dante, advirtiendo una y otra vez al lector que no tiene palabras para nombrar mucho de lo que le es revelado en el Más Allá, ve en la primera meseta del Monte Purgatorio imágenes esculpidas en mármol que «hubieran dado envidia a la Naturaleza misma». El mérito mayor de estas obras divinas es su verosimilitud, su identificación total con las cosas del mundo real. Un poeta, aun Dante, siendo humano, no puede nunca llegar a tal perfección.
San Bernardo, usando una expresión que San Agustín tomó de Platón, dijo que un canto sacro mal ejecutado pertenecía a la regio dissimilitudinis, a la región de la disimilitud que para Agustín correspondía a su propia condición antes de su conversión, en la cual se sentía disímil no solo de Dios sino también de sí mismo. Todo lector, aun el más profundo y perspicaz, nunca logra una comprensión cabal del texto; siempre se halla, como Agustín, en una regio dissimilitudinis en la cual apenas llega a vislumbrar la riqueza plena de la obra literaria. Sin embargo, esta ceguera es también un beneficio. Porque a causa de esa disimilitud entre nuestra lectura de un texto y el texto mismo, entre la lectura del mundo y el mundo mismo, en esa zona de reflejos oscuros y gestos ambiguos los lectores descubren la plenitud de sus poderes. Aprendí desde temprano que el arte del lector consiste en leer entre líneas.
Relatar, escuchar, escribir y leer son nuestras prerrogativas. No sabemos si en sus cantos las ballenas relatan experiencias comunes, ni si los gestos de los leones marinos añaden matices personales a los ladridos genéricos de la especie, pero la mayoría de los científicos arguyen que la invención de historias es un arte propio del ser humano. Perdidos en un universo en el que no son válidas nuestras primordiales nociones de tiempo y de espacio, en el que nuestras gramáticas y nuestros sentidos de individualidad y alteridad están ausentes, desde temprano nuestra especie empezó a construir una suerte de universo paralelo imaginado, como un modelo o un mapa cosmológico en el que damos nombres a las cosas y trazamos constelaciones de causas y efectos en un esfuerzo por dar sentido a ese algo inefable que nos rodea. Incapaces de aceptar que nuestro cerebro es incapaz de concebir las once dimensiones del universo, nos hemos hecho cartógrafos de lo inconcebible.
El gran astrofísico Stephen Hawking dijo en una entrevista: «No exijo una teoría que corresponda a la realidad porque no sé qué es la realidad. La realidad no es una cualidad que puede ser probada con papel tornasol». Esto no es, por supuesto, una defensa de verdades alternativas. Para Hawking la realidad existe, aunque no tengamos una teoría que la demuestre. Estoy de acuerdo, salvo que para mí la prueba de realidad es la literatura. Por casualidad, en los anaqueles de una biblioteca de Nueva York encontré una voluminosa antología de poesía griega traducida al inglés, que me pareció interesante, y me puse a hojearla. En una de sus páginas descubrí un largo poema del siglo dieciséis sobre el sacrificio de Abraham. Es un diálogo entre el padre y el hijo, y en las últimas estrofas, Isaac, aceptando su suerte al parecer inevitable, dice estas palabras a Abraham:
«Padre, ya que no parece haber gesto alguno de misericordia desde lo alto, Ya que Aquel que juzga ha juzgado así, Te pido un solo favor antes de morir: Por favor, no me cortes el cuello insensiblemente: Abrázame amorosa y dulcemente al matarme. Así podrás ver mis lágrimas y escuchar mis ruegos».
Esto es lo que hace la literatura: nos permite contar nuestra ancestral experiencia de tantas maneras como sea necesario, para poder leer en esas ficciones, aunque sea imperfecta y oscuramente, lo que sospechamos es la verdad.
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