Las gatitas y ratones de John Cage
La pregunta abierta como una herida desde la segunda mitad de los años 60 acerca de la particularidad de la cosa-arte (¿qué es lo que la hace arte?) sobre el resto de las cosas se trasladó de forma invariable a los museos. ¿Qué tiene que mostrar un museo en 2021? Se supone que más allá de su colección todo aquello que responde a lo que un consenso gaseoso considera arte. O no. También estos edificios con pretensiones monumentales pueden operar bajo la lógica del archivo (espejando la espectacularidad virtual de You Tube o Instragram). Así es como ahora frente a las fotos del Estudio Luisita reunidas por Sofía Dourron en la sala del subsuelo de Malba lo que hay es Me-seum antes que Museum. Un museo del Yo pero no por la posibilidad de postearse junto a las obras instagrameables sino porque estas imágenes de foto-estudio están inscriptas en mi ADN visual y en las raíces de mi pulsión erótica. No porque haya sido un habitué del teatro de revistas porteño (jamás fui al Maipo) sino porque estas son las “minas” cuyos nombres y cuerpos voluptuosos orbitaban en el mismo espacio de los jugadores de fútbol de mitad de los 70. Se las podía ver en la tele pero también en los semanarios que daban vueltas por la casa familiar y en páginas arrancadas de revistas para adultos (nunca porno) que llegaban al colegio en forma clandestina. Sus nombres arman aquí y ahora una memoria de la testosterona: Brunetti, Pons, Rojo, Tixou, Iaros, Fayad, Grey. Y están los íconos (la Su leonina, una Moria irreconocible) pero también las sublimes, aquellas que eran admiradas como “arte”, insuperables Venus porteñas: la Roca (de cuyas piernas mi padre podía hablar horas) y la Lobato (que compartía nombre con mi madre, su más consumada fan). Cuerpos hegemónicos, mujeres objeto al servicio del espectáculo patriarcal: esta muestra va contra todo lo se supone que hay que mostrar hoy. Solo por eso, más allá de los precisos retratos de la colombiana Luisa Escarria (1929-2019), ya puede considerarse también arte.
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En el prólogo de Escribir en el agua, la correspondencia de John Cage entre 1930 y 1992 editada esta semana por Caja Negra, Gerardo Jorge habla del tránsito del compositor avant garde norteamericano “de la música a la inmersión en situaciones”. El concepto resulta muy aplicable a Erótica, el único álbum de Jorgelina Aranda, vedette contemporánea a las del Estudio Luisita, producido por Billy Bond y La Pesada del Rock en 1974. Aranda no cantaba y lo que hizo con La Pesada está más cerca de una obra de Cage (o un Vivo Dito de Alberto Greco) que mucha música contemporánea deudora de sus instrucciones. Sobre todo por eso de “atenuar el peso de la intención en el arte”. Aranda habla por teléfono con un amante imaginario, se escuchan truenos y lluvia, hielos batidos en un vaso de whisky y una improvisación de jazz acompaña su monólogo caliente (soft porno para escuchar). Ni Aranda ni La Pesada (que oficiaba de Estudio Luisita) lo pensaron así pero lo que hicieron es una obra conceptual como también lo fueron Tontos y Buenos Aires Blues, ambos de 1972. Ninguna historia del arte conceptual en Argentina va a decirlo pero es así: hay Cage y Greco para tirar al techo en estos discos. Tampoco el mundo sabe que hubo un disco llamado Erótica en Buenos Aires dieciocho años antes que el de Madonna. Pero bueno, periferia y papas fritas.
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El correo de Cage no solo es una herramienta notable para seguir su revolución en la composición musical del siglo XX sino que también nos abre los ojos al archivo de su erotismo. Están aquí sus cartas con Merce Cunningham, el bailarín-performer por quien dejó a su mujer Xenia Kashevaroff, hija del arzobispo de la Iglesia Grecorrusa Orotodoxa Occidental de Alaska, en 1946. El 19 de marzo de ese mismo año le escribe desde New York una carta amorosa que rubrica así: “Grandes truenos + relámpagos + lluvia intentaron desplazar al calor horroroso pero fracasaron. ¿Cuándo vamos a estar juntos? Por favor besa por mí cualquier parte de tu cuerpo a la que puedas llegar”. Palabras que parecen escritas para el diálogo de Jorgelina con su amante imaginario en Erótica. ¿Música? Otro episodio de Las Gatitas y Ratones de John Cage, más bien.