Las fantasías de la tribu
Tratándose de la escritura de César Aira, es difícil que yo pueda hablar de la amistad, de la infancia, de recuerdos o de tiempo. Se trata incluso, al leerlo, de una abolición del azar. Porque a medida que pasamos sus libros, todos los conceptos se erizan y caen en una especie de vacío para proteger, de un modo casi unívoco, la inmediatez de una poesía de la redención: la de la libertad que juega a las escondidas con nuestra a veces solícita imaginación.
Cuando digo que a Aira lo conocí cuando las cosas sucedían de una vez y para siempre, hablo de nuestros paseos en bicicleta por los alrededores de Pringles. Hacia el oeste, en la plena sanguínea de la tardecita, las oxidadas torres de las antenas de televisión transformaban nuestro pueblito en una toldería. ¿Hablábamos de los indios?, ¿decíamos algo acerca de la alegría de redescubrir historias y mitos instantáneos que configuran ahora la deliciosa saga del escritor César Aira? No; hablábamos de nada, teníamos en la boca la piedra de la incertidumbre como letra, como palabra que se puede escribir y, poquito a poco, instituir misterio cotidiano en el imaginario de un ignoto lector.
Sus libros ahora son para mí el reverso de la amistad, de la infancia, de cada recuerdo si lo hay, de todo el tiempo, que no es otra cosa que memoria que se extravía en la sangre y vence. Porque el secreto de César es el de devolverles a sus lectores (como quiere aquella famosa línea de un poema de Mallarmé) más puras, no ya las palabras, sino las verdaderas fantasías de la tribu.