Las costureras de Auschwitz: la conmovedora historia real de las modistas que trabajaban para la élite nazi
La novelista británica Lucy Adlington cuenta la trastienda de su investigación y los encuentros con la última sobreviviente del Holocausto que dio testimonio en su nuevo libro
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Hilo y aguja, suerte y optimismo, lealtad y amistad salvaron a algunas mujeres de morir en una cámara de gas en medio del horror de Auschwitz. Bracha Kohút fue la última sobreviviente de un grupo de veinticinco mujeres jóvenes que cosieron para los altos mandos nazis durante el holocausto, y que pudo dar su testimonio antes de morir en febrero de 2021 de Covid. Vestir al enemigo les permitió seguir viviendo en una contradicción sin precedentes. Un salón de modas en un campo de concentración. Y manos esclavas cosiendo doce horas seguidas. Cuando las habían desvestido, deshumanizado, rapado el pelo con la excusa de los piojos y del tifus, y privado de su identidad y hasta de su dignidad, ellas cosían las prendas más glamorosas para quienes les habían sacado todo.
Marta Fuchs fue fundamental en el desarrollo de esta historia que tiene en la solidaridad la contracara del infierno. Hedwig Höss, la mujer del comandante en jefe del campo, organizó un taller de confección de ropa en el campo principal de Auschwitz, y eligió a Marta, que había tenido su propio salón de costura en Bratislava, Eslovaquia, antes de ser deportada, para dirigirlo. “Era una mujer increíble. Todas sintieron una fuerte lealtad a ella por su compasión y su coraje. Marta no tenía que salvarlas, quiso hacerlo, y así arriesgó su propia posición para ayudar a otros”, dice a LA NACION desde Londres Lucy Adlington, autora del libro Las costureras de Auschwitz (Planeta).
Su encuentro con Bracha en San Francisco, California, le permitió acercarse más a la historia de estas mujeres que cosían para quienes tenían como objetivo no solo apartar a los judíos de la industria de la moda sino torturarlos y asesinarlos en masa. Irene, Bracha, Katka, Marta, Alice, Olga, Alida, Marilou, Borishka, Renée, Hunya , Mimi, Levoča, Manci, Lulu, Baba, Kato Rubia, Šari, Rózsika, Herta, Ester, Cili, Ella, Lenci, Héléne, Rezina fueron testigos directos del horror. Mientras Irene creía que la única manera de salir de ahí era por la chimenea, Bracha aseguraba que irían a tomar un café cuando todo eso terminara.
Con vestidos grises de algodón, delantales blancos y batas marrones, las costureras hasta agradecían la escasa comida con pan duro que les daban en su trabajo privilegiado. Al menos, trabajaban bajo techo y no tenían que exponerse a temperaturas extremas como las demás prisioneras, que se vestían con la ropa que les tiraban los guardias y casi nunca era de su tamaño, ni acorde a la estación del año, claro. Los zapatos de madera que les sacaban ampollas pasaban a ser algo verdaderamente menor, pero no dejaba de ser doloroso, al lado de las vejaciones sexuales a las que las sometían cuando les hacían controles médicos, por ejemplo. “Fue un elemento muy serio mirar cómo los nazis usaban la ropa como parte de un mensaje político: el impacto de los uniformes y el control de la ropa. En Auschwitz usaban la ropa de las mujeres para degradarlas, para deshumanizarlas. Las mujeres llegaban en los trenes con sus propias cosas pero se las sacaban, las desnudaban para que estuvieran más vulnerables y perdieran su individualidad. Fue un crimen terrible, y lo sorprendente es que las mujeres mantuvieron su espíritu a pesar de que perdieron los símbolos de individualidad que tenían”, reflexiona la novelista británica.
El enojo ante el horror fue el sentimiento que acompañó a la autora durante el proceso de investigación previo a la escritura. Cada tanto se colaba una sonrisa: cuando Hunya aparecía en escena. Enfrentaba a los guardias de las SS como si no fuera una prisionera. En una oportunidad, la guardia Elisabeth Ruppert le dijo que jamás imaginó que las judías supieran trabajar, y mucho menos tan bien, y que podrían poner juntas un taller de costura en Berlín al finalizar la guerra. “Ni lo sueñes”, fue la respuesta de Hunya, en húngaro. “Reconocían su valentía, así que cuando Hunya llegó por primera vez a Auschwitz y la gente esperaba para ser separada en filas, un hombre le dijo a su mujer que se quedara con ella, que así lo iba a lograr. Había una sensación de que era una sobreviviente”, explica Adlington.
Talento, resiliencia, camaradería ayudaron a las costureras a seguir adelante. Formar parte de este grupo selecto les devolvió un nombre más allá del número que les tatuaron y que algunas borraron cuando terminó la guerra. Les devolvió la esperanza. Aunque las jornadas eran largas y el trabajo que realizaban era de muy buen nivel pese a no ser remunerado, su situación era mejor que la de los demás prisioneros. Que, en algunos casos, tenían que construir con pico y pala sus propios crematorios, estar al aire libre con temperaturas de veinte grados bajo cero. O tirar como si fueran caballos de las carretillas. Mal alimentados, mal vestidos, en condiciones pésimas de higiene, haciendo un esfuerzo físico constante, se iban enfermando y muriendo, o eran elegidos para la cámara de gas.
Las costureras formaron entre ellas una especie de familia. “Suerte, buena suerte. Puedes ser fuerte, resistente, compasivo, puedes ser valiente. Pero para sobrevivir tienes que tener suerte”, asegura Adlington. Bracha dijo que era importante tener conexiones. Así fue como se fueron sumando las integrantes del taller. Una iba recomendando a su amiga, que a su vez tenía una hermana y así sucesivamente. “Pero supongo que finalmente tenían habilidades. Sabían coser, eran modistas. Y notablemente hubo un espacio para usar esta habilidad. A veces la gente no piensa que coser es una habilidad, piensan que es solo ropa. Pero les salvó la vida. Suerte y habilidades de costura”, concluye buscando una explicación a no morir en el campo de concentración.
En una situación normal, la interacción entre modistas y clientas es un momento íntimo, de conversaciones y cercanía. En Auschwitz la tensión dominaba estos intercambios. Las prisioneras no podían equivocarse. Entre los recuerdos que Bracha compartió con Lucy Adlington estaba el del día en que se le quemó un vestido. En su casa llena de flores y con el perfume del strudel de manzana que había horneado a sus 98 años para recibirla, Bracha compartió sus memorias de aquella época en que –para usar palabras de su hermana Katka– ellas parecían perros y los guardias, sus amos.
¿Cómo era la mujer del comandante? Bracha dijo que alguien común, madre de cuatro hijos. “Yo no podía creerlo porque esta mujer eligió ser así. Eligió ser parte del régimen”, dice Adlington. Hedwig Höss vivía en su propio mundo, creó un paraíso en Auschwitz, rodeada de muros muy altos alrededor de su jardín, y no quería saber qué había afuera. Además, su paraíso fue creado por el trabajo de los esclavos, pero ella nunca lo reconoció. “Hizo que ciento cincuenta esclavos hicieran su jardín. Le gustaba la comodidad, le gustaba tener sirvientes y no le gustaba pagarles, así que tener prisioneros judíos como esclavos era perfecto para ella. Fue una mujer muy egoísta. Y nunca se arrepintió”, asegura.
“Para la resiliencia, la amistad femenina y el optimismo eran absolutamente vitales. Bracha estuvo en Auschwitz más de mil días porque Marta creó este espacio en el salón de moda. Era diferente del mundo de Hedwig. Era un mundo donde las personas se ayudaban mutuamente, compartían noticias, alegrías y penas. Hunya dijo que eran como una familia. Y creo que, mentalmente, eso las mantuvo en marcha”, concluye la escritora.