Las cosas que ya no se tocan
Antes para escuchar un programa en la radio había que prenderla, tomar la antena y levantarla lo suficiente, enfocarla, ser precisa con la mano en la perilla para enganchar el dial en su punto, justo, 105.5, 103.1, hacer lo mismo con el volumen, un poco a la derecha, no, mucho, apenas a la izquierda y ahí sí, listo. antes para poner música había que tomar de un estante, de la hilera dispuesta en armonía, tal vez en un baiut, una caja pequeña de plástico, abrirla, sacar de allí el cassette, apretar en el minicomponente la tecla eject, esperar a que se abra, introducir el cassette, del lado correcto, cerrarlo y presionar play. Entonces sí, oír lo que suena, de corrido, o adelantar con otra tecla (stop, FF, stop) y buscar entre apriete y suelte, apriete y suelte, apriete un instante más hasta llegar al momento querido. ahora existe, entre tanto que existe, un aparato blanco y redondo, un parlante, al que se le puede hablar. Hola Google, reproducir “Los chicos” de Andrés Calamaro y en un segundo el aparato, la pinta de un queso brie, responde con tono impávido “Ok, reproduciendo ‘Los chicos’ de Andrés Calamaro” y arranca tras un coro que en vivo se grita y se rompe: “Y si te toca ir arriba antes que yo” en esa voz de cobre tan suya.
Antes para ordenar la comida en un restaurante había que sentarse en la mesa cubierta con un mantel, hacerle un guiño tímido al mozo por si estaba distraído, pedirle la carta, recibirla, abrirla e ir hoja por hoja, seguro en folios, hasta decidir. Ahora la primera parte se repite pero son pocas las mesas que se cubren en tela y más las tapadas por rectángulos de papel que en la punta de abajo, de un lado o del otro, tienen un cuadrado en blanco y negro que parece algo roto y descolocado. Y lo que hay que hacer para hacer lo que antes se hacía con las manos es enfocar con la cámara del teléfono celular ese dibujo que no encaja y esperar a que se desplieguen en la pantalla las entradas, los platos principales, los postres, los vinos. Después usar solo un dedo para que el menú avance y elegir.
Antes para ir en auto a un lugar desconocido había que planificar la ruta. Tomar quizá del espacio de guardado del asiento del acompañante un cuaderno anillado, la Filcar por ejemplo, y leerla. Antes había que abrir el índice ordenado de forma alfabética y buscar el nombre de la calle de destino y leer a su derecha a qué página ir para encontrarlo y ver allí en el mapa dispuesto, dividido en cuadraditos como los de la batalla naval, A4, F7, G9, la calle y la altura para montar el recorrido. Ahora no hace falta. Ahora es de nuevo agarrar el celular, hacer clic en una aplicación, escribir azara al 400, escuchar a una voz decir que ya está armado el camino y seguir las órdenes, esquina a esquina.
Antes para sacar fotos había que comprar rollos de película que venían en cajitas verdes o amarillas. Y había que tener cuidado. Había que abrir la tapa trasera de la cámara, enganchar a la máquina con precisión los agujeritos a los costados del rollo marrón y transparente, asegurarse porque el error era tragedia y cerrarla para después, con la mano hábil, disponer del resto: el flash, la ruedita, el zoom, la lente. Luego de los días, del uso, había que sacarlo, llevarlo a revelar a un local y guardar las imágenes impresas sin tocar los colores con los dedos en un álbum alto, ancho, quizá con un jarrón de flores en la tapa. Ahora no. Ahora otra vez hay que tomar eso que sirve para hablar, para chatear, para mandar mails, para buscar una dirección, para leer las noticias, y abrir el ícono que tiene el dibujo de una cámara y con un clic conseguir todos esos pasos al mismo tiempo.
Antes las cosas se hacían con las manos, ya no tanto. Qué queda en ese hueco. Qué pasa con aquello que ya no se toca.
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