Las cosas que no pasaron
El otro día una amiga de esas que están desde siempre, que parece que vinieron conmigo, me dijo que los 40 años son los nuevos 20. Terminó la frase y se metió en la boca un tenedor lleno de mbejú con palta y cositas de esos restaurantes a los que me hace ir y masticó en medio de una sonrisa contenida. Yo le seguí la corriente y al instante recordé esa mañana de sábado hace once años, apenas más, cuando mi terapeuta me preguntó en el arranque de la sesión cómo me sentía tras cumplir 30 y yo le respondí que lista para tener 20, para arrancar esa década y no la que se me venía encima. Porque esta soy yo, un desfasaje. Una mujer demorada, en el punto justo del entendimiento de esas cuestiones que hay que entender pero corrida en el tiempo.
Yo comprendo después, lo logro después, lo veo después, lo hago después, lo acepto cuando puedo. Así fue desde el primer beso que di. Lo había esperado tanto. Y esa noche en que por fin el chico que me encantaba desde hacía tres años me arrinconó contra la puerta de una casa cualquiera me di cuenta, tarde, de que me tendría que haber besado con todo el mundo.
Mi vida es ese entretiempo. Son los años que paso desde que se me mete algo en la cabeza y lo consigo o lo descarto porque no lo quiero más. Ya pasé tantas cosas que no pasaron. Usé los días de las semanas de los meses para planificar eventos que no protagonicé, rutinas que no inicié. Toda mi adolescencia quise ser actriz. Nunca lo fui. Hice cursos en el Centro Cultural San Martín, el ingreso al conservatorio nacional, integré por dos meses un grupo de teatro independiente que montaba infantiles, fui Cenicienta, repartí volantes en la Plaza del Congreso vestida de hada madrina, pasé tardes con mi amiga del mbejú porque ella está desde entonces y más y la obligué a tomarme fotos vestida con las prendas que vestía a los 15 para hacer un book que no envié a ninguna agencia, a ningún casting.
Hay mucho más que no hice. Cuando terminé la secundaria me prometí con otra de mis amigas que al año siguiente íbamos a ir juntas a la facultad en auto, que yo la iba a pasar a buscar. Planeamos mates, facturas, recorridos, una independencia. Para diciembre ya estábamos peleadas; yo saqué el registro a los 38. Cuando terminé el colegio viajé un verano a Estados Unidos para estudiar en una universidad y al regresar me convencí de que iba a hacer una maestría sobre el escritor inglés William Shakespeare en Londres. Busqué lugares, hice las cuentas en dólares. Luego me anoté en Letras en la UBA, me recibí a los 29 y ni siquiera lo recordé como una intención lejana. Hubo una época en la que imaginé mi fiesta de casamiento con todo, un vestido en colores, la ceremonia, los zapatos, la luna de miel. Armé una lista que no escribí sobre la comida a servir, los invitados, la música, la quinta que quería alquilar. También me imaginé adulta, responsable, dueña, persona a cargo de algo, jefa de muchos. Viví tanto en mi cabeza. Fui vieja, en la cocina, preparando una comida para la familia que no tengo. Creo que alguna que otra vez me imaginé muerta.
Hoy perdí la capacidad de pensar hacia adelante. O la gasté toda antes que el resto. Como si el cuerpo viniera con cupos y yo ya no tuviera nada. Lo que viene para mí es un vacío entre el blanco y el negro. No veo nada. No veo un PH con techos altos, no veo un trabajo en otro país, no me veo comiendo pizza en Roma, manejando a Mar del Plata, tejiendo un suéter para alguien. No me veo sana ni me veo enferma. Tampoco particularmente triste o satisfecha. No me veo caminando por ningún lugar, mirando vidrieras mientras tanto. No me veo arrugada frente al espejo, algo encorvada, mientras me acomodo el flequillo con canas, con las manos llenas de manchas. No veo nada. O tal vez lo borro rápido.
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