Las cosas por tirar
Hace unos días mi madre me envió por WhatsApp una foto de una foto inmensa que hice cuadro en el año 2000, en la que estoy con mis compañeros y mis compañeras de colegio en Bariloche, en el viaje de egresados, vestida como los demás con un mameluco azul para la nieve. Algunos parados, otras sentadas, sostenemos una bandera pintada a mano con nuestros nombres y un dibujo de Astérix, cómic que jamás leí. Mi madre no acompañó la foto con ningún mensaje, lo que quería decirme estaba implícito, así que le respondí: “La debería tirar pero me gusta porque es vieja, nada más”.
Y es cierto. No tengo motivos para quedarme con ese pedazo de cartón, solo la antigüedad. No tengo contacto con la gente que allí posa (solo con mi amiga que se fue a vivir a Estados Unidos) y ni siquiera puedo afirmar que me divertí en ese viaje. Creo que bailé mucho una canción que se llamaba “Juqui, Juqui” pero después el resto es bastante borroso, no me acuerdo de las tardes ni en detalle de las noches, sí que me enfermé y que tuve fiebre. Y que no esquié.
Y sin embargo no la quiero tirar. No por ahora. No como muchas cosas que guardo sin saber bien por qué, que no miro ni utilizo pero siguen allí y por estar me reconfortan, son esa bolsita de caramelos de dulce de leche que mi abuela de la calle Rivera guardaba en su alacena, en la puerta de la izquierda, a la que yo podía acceder cuando quisiese y que ella rellenaba sin que me diera cuenta, para que no me faltara (ni a mí ni a mi hermano, aunque él nunca fue tan dulcero).
La foto de Bariloche mi madre me la envió porque ahora está en una etapa distinta. Pero esto de no poder tirar nada lo heredé de ella, lo empecé a hacer para copiarla.
Y si bien hoy la escena es otra yo no la olvido. Cierro los ojos y reconstruyo sin errores el domingo en que fuimos a almorzar con mis tíos y mis primos a la casa de la abuela de Rivera y ella sacó una caja inmensa empapelada con dibujos de niñas y empezó a mostrar la ropa que vestía cuando era adolescente. Recuerdo que mi prima se llevó a su casa un pantalón pata de elefante rayado de colores y que yo tomé unas prendas que le permitieron a mi abuela hacerme dos minifaldas: una rosa y otra amarilla. Recuerdo sus anotadores escritos a mano, los juguetes sin sentido, los disfraces añejos en papel crepé.
Hoy yo también tengo una caja forrada en la que guardo vestidos o blusas que me encantan pero ya no uso y que por algo no quiero sacarme de encima. Aún no sé bien para quién las dejó pero las dejo, cerca. Porque no sé tirar. Entonces guardo como guardo debajo de la cama los apuntes de periodismo que no reviso, algunos cuadernillos de gramática, DVD que no tengo dónde reproducir, bolsas de papel, peines de hoteles, entradas de recitales, fotos de Diego Torres, revistas viejas o las agendas de otros años que no tiro a la basura porque fantaseo con que llegará el día en que querré saber qué hice tal fecha y deberé volver allí, a mi pasado.
Así funciono. Guardo todo, lo dejo a mano y un día, tal vez dentro de poco, me doy cuenta de que ya está y empiezo a armar bolsas de residuo y las lleno. Hasta el cansancio. Creo que así funciono porque soy lenta, siempre fui lenta para mucho (por ejemplo, tengo 38 y recién ahora estoy aprendiendo a manejar y hay tanto más que recién ahora). Creo que guardo las notas de la facultad porque no consigo darme cuenta de que pasaron muchos años. De que no tengo ya que ver con esa chica que fui. De que no hay forma de que los precise por ningún motivo. Creo que en mi cabeza el paso del tiempo tiene otro ritmo y los años duran más. Como si tuviera un don. O un gran problema. Creo que a veces no entiendo el lugar en el que me encuentro, este, el del presente, que seguro está más adelante de lo que estoy lista.
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