Las cosas por la ventana
De esto también me había olvidado. Creo que la primera vez que lo vi fue sentada en un sillón de mimbre y almohadón verde que mis padres habían instalado en ese espacio de paso que tenía el departamento de la calle Azara y que luego funcionó como el dormitorio de mi hermano.
La televisión estaba prendida, quiero creer que se veía en colores porque tampoco pasó tanto (yo no llegué a tanto), y el noticiero del momento, en alguno de los únicos cinco canales que podían verse, mostraba imágenes del microcentro porteño, las veredas angostas, los edificios altos, un peso un dólar, y papelitos por todos lados. Era Marte para mí. Papelitos volando por el aire, enredados en la brisa de cualquier diciembre, sobre las veredas, arrinconados contra los cordones. Resúmenes de cuentas hechos papelitos, archivos de Excel hechos papelitos, los objetivos del año, alcanzados, vencidos, en papelitos.
Debo haberle preguntado a mi madre qué era lo que sucedía; en la escena nos recuerdo solo a nosotras por lo que debería ser en algún momento del mediodía, y ella debe haberme respondido porque desde entonces lo sé: el último día de trabajo del año algunas oficinas de la zona rompen los documentos de todos los meses y los arrojan por la ventana. Seguro dijo que era algo hermoso, seguro dijo que era una tradición. A mi madre le gustan las cosas que se repiten.
Pensé en ella el otro día, en ese momento en que el viento me corrigió apenas el cabello y los vi caer. Fui para el microcentro porque me gusta tanto caminar por ahí. La gente que sale de las oficinas, vestida como la gente va todos los días a la oficina, los turistas, la fachada del Banco Nación, el menú ejecutivo en el restaurante, la Catedral cerca, la Casa de Gobierno cerca, el pedazo de Cabildo ahí mismo, la tumba de San Martín, el lugar donde tomar las decisiones del mundo o algo así.
No bien bajé del colectivo empezaron a caerme encima papelitos y al principio me costó entender porque no lo recordé, habían pasado el tiempo, los años, una pandemia, el cuidado del medioambiente, que creí que era algo muerto pero ahí estaba, en Alem y Corrientes, con los papeles destrozados a mano o con ese aparato que los corta parejo y los hace finitos, como pasta casera de domingo, los papeles entre mis pies.
No fue igual a lo que había visto en los noventa en la televisión. La tecnología se llevó puestos los papeles también (cuánto que se llevó) y nadie va a tirar una computadora aunque se muera de ganas. Pero al menos hay algo, está esto, cómo dejar de hacerlo. Yo también quiero. Qué lindo tirar por la ventana. Qué lindo ser esa persona y agarrar con las manos los archivos impresos, tocarlos, los dedos sucios de tinta, recordarlos línea por línea y destrozarlos con el ímpetu del castigo merecido. Del verdugo. Quién pudiera hacerlo cada año. Sacarse lo que estorba, lo que no, y tirarlo por la ventana. Esa fantasía. Juntar el coraje de lo no dicho y tirar la ropa de alguien, los estudios médicos que deberían haber tenido un resultado mejor, los kilos que no se bajaron, los objetivos que no se cumplieron, los viajes que no llegaron, las discusiones que se perdieron, las derrotas, todas juntas, hacerlas un bollo y lanzarlas con furia al aire para que no regresen, para que se estrellen contra el suelo y sangren. Qué lindo abrir bien la ventana, dejar que entre el aire con fuerza y enfrentarlo. Arrojar el celular con las notificaciones, arrojarlo y verlo caer. Tirar las frases que nos dijeron, las listas que armamos y no logramos tachar. Tirar también las muertes que ocurrieron, los amores que no llegaron, la ropa que ya queda chica, las almohadas que sobran, las frazadas del cajón dispuesto debajo de la cama. Tirar la voluntad, la esperanza, todos los colores, todos los dolores. Tirar cada una de las cosas, aunque importen.
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