La vida y el pelo
Ella hace tiempo dice que se corta el pelo para sacarse las cosas de encima. Muy pocas veces, dice, se trata de una cuestión de estética. No es que piensa me gusta este corte, lo quiero probar, debería hacerme un carré o dejarlo largo hasta la cintura. Ella analiza. Los dolores, los errores, los fracasos, las lágrimas, cuándo fueron, cómo estaba el cabello, cómo hacer para no recordarlos más. Ni una sola vez. Ella se miente. A lo largo del tiempo se preguntó en determinados momentos “qué hago aún con esta parte de mi pelo que hace años era raíz y ahora se me pega a las mejillas”; “qué hago, por ejemplo, con estas puntas que se fueron de viaje de egresados a Bariloche, que recuerdan las peleas con ese compañero de clase que no me dejaba de insultar”.
No fue siempre así. Al principio el mundo la veía con el corte al hombro y el flequillo recto porque era su madre la que estaba al mando y aunque alguna que otra vez debe haber llorado, debe haberle dicho “dale, ma, dejame elegir a mí”, nunca ganaba. El pelo lacio que tapa la espalda para hacerse una cola de caballo bien alta, una catarata en bronce, como la de su amiga Lucila, la de la otra cuadra de su casa, no lo pudo tener jamás. Su madre entonces era una mujer práctica. El corto era más fácil para evitar los piojos.
En la época de la adolescencia ella tuvo el control, pero no recuerda grandes satisfacciones: probó el pelo al hombro sin flequillo, el pelo por los omóplatos y atado con las hebillas de B+D, con las colitas de flores naranjas o celestes de Milly Canal, el pelo corto como Dolores Fonzi en Verano del 98, un completo desastre, el pelo castaño con dos mechones rubios al frente, el pelo ni larguísimo ni cortísimo, ahí, en el límite de lo esperable.
Fue a los 20 o poco más que, según recuerda o se impone, empezó con esta teoría. Tiene una lista, detallada. Primero se sacó el secundario de encima con un corte en la peluquería de abajo de su casa, Isabel, cartel blanco con las letras manuscritas en dorado, de mitad de espalda a la base del cuello, en cuatro movimientos de tijera. Ella no tiene mucho pelo. Le siguieron los años, cada uno de ellos, la vez que reprobó el examen de ingreso para estudiar en el conservatorio lo que quería, corte; esa entrevista de trabajo que salió mal y la dejó en un empleo que ya no soportaba, corte; la vejez de su abuela, su partida, corte; los dolores en el pecho de madrugada, la enfermedad de su padre, una separación amorosa en una tarde de lluvia que además la llevó a cambiarse el pelo de color, ahora bien negro. Pocas veces hizo justo lo contrario: no lo tocó, lo dejó allí, como un recordatorio. Su pelo le rozaba el oído y le avisaba: ojo, no te vayas a olvidar de que esto sí que sucedió. No necesariamente era algo bueno, pero lo hacía igual. Una tarde de 2017 se metió en la peluquería de un shopping porque se la había recomendado una amiga y le dijo al peluquero que cortara, que siguiera, que no se detuviera. Lloró al salir del lugar, no sabe bien por cuál de cada una de las razones.
Este verano ella fue a la dermatóloga para el control anual. Quería chequearse los lunares y unas cascaritas que le salieron hace unos meses y que parecen lunares pero no. Son apenas redondas, marrones, ásperas como un pedazo de piedra recién partida, horribles. Debe tener cuatro o cinco. La médica le revisó el cuerpo, le confirmó que no tenía de qué preocuparse (bien, no hay cáncer, se dijo a sí misma) y cuando ella preguntó por las costras, la doctora lanzó una frase con la certeza de quien aplasta una cucaracha en la cocina: esas vienen con la edad, no se pueden evitar, sí se pueden sacar pero nada te asegura que no vuelvan a salir. Regresó a su casa caminando. a los días fue a la peluquería, solo para cortarse el flequillo.
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